9. Xeer

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No dormí. Esperé el amanecer encogida en la cama, llorando. ¿Por qué lo arruinaba todo siempre? No me temblaba la mano para tomar una vida y, sin embargo, no podía ser honesta con el hombre que me gustaba. No podía decirle:
— Eres igual a mí, te escondes igual que yo, tienes miedo igual que yo.

En lugar de eso, había herido sus sentimientos. Yo era una idiota y merecía la frialdad de aquellos ojos.

El viaje a Xeer fue una tortura. No sé dónde Zula obtuvo un coche y caballos, pero en la mañana todo el equipaje estaba guardado y él esperaba en el asiento del conductor. Me senté dentro con Garth, fingiendo una sonrisa para no herir los sentimientos del niño. Él sacó la cabeza por la ventana y dijo adiós a la casa tallada en roca, a los árboles y a las luces de oro.

— Nos vemos, casita. — dijo Garth mientras lanzaba un beso.

Yo me despedí también en silencio. Había pasado buenos momentos allí. Al principio era una fugitiva, una ladrona y asesina medio desnuda y miserable. Pero gracias a que Garth me dejó entrar y Zula me había elegido, ahora iba rumbo a un destino glorioso como ayudante de un mago. Descubrí que amaba esa casa. Amaba la paz y el silencio. "Vendrán días mejores", pensé mientras nos alejábamos. Aquel era un nuevo comienzo.

Salimos del bosque hasta el camino de Xeer. Pasamos junto a Uelm, ciudad donde una vez pensé en rehacer mi vida. Algún día visitaría la ciudad, convertida ya en una estrella del espectáculo. Entonces iría de compras a sus lujosos almacenes de telas.

Mi pecho se oprimió al recordar la noche anterior.
"Te llevaré de compras".

Ir con Zula por las tiendas de Xeer, enganchada a su brazo... No, ya no. Ahora me odiaba, y lo tenía bien merecido.
"¿Por qué no me golpeaste? Hubiera sido mejor".

Garth estaba leyendo un libro con imágenes del océano y movía sus piernitas emocionado. Pero yo no quería leer. Mi cabeza giraba.

Por la noche nos detuvimos en una taberna para descansar. Zula aún evitaba mirarme y pidió que llevaran a su cuarto la cena. Garth fue con él, evidentemente confundido por la tensión entre nosotros. Yo dormí sola. No toqué el estofado ni el vino. Había algo frío en mi garganta impidiéndome tragar.

Desperté en la madrugada. Alguien había estado gritando. Me quité de encima las mantas con una patada y me arrojé al suelo. ¿Dónde estaba el hombre? Lo había escuchado reír mientras destrozaba mi camisón. ¿Dónde estaba? Escuché mi respiración agitada y el corazón retumbando. Mi ropa estaba intacta. No había nadie en el cuarto.

— Fue un sueño. — me dije.

Pero seguía temblando y el pelo húmedo se me pegaba a la frente. Me escondí bajo la cama en posición fetal, con los dientes chirriando. ¿Por qué hacía tanto frío? ¿Era yo quien gritaba?

— Halima...

El pecho me dolió. Era su voz. Él estaba en la puerta.

— Halima, ¿estás bien? — preguntó Zula.

Parpadeé para alejar las lágrimas. "No, no estoy bien, no te vayas".

— Estabas gritando. — susurró él.

— Había una cucaracha. — mentí.

— Halima...

— Estoy bien, de verdad. Sigue durmiendo. Perdóname...

Mi voz se quebró. ¡Idiota! Tragué y seguí escondida bajo la cama.

— Halima, estoy aquí. — me dijo Zula desde el pasillo. — No te dejaré.

— Tú me odias. — respondí entre sollozos. ¿Por qué lloraba?

— No te odio.

— Te hice daño. Es lo que hago siempre.

Zula calló un instante.
— No te odio. — repitió.

— He matado más gente de la que piensas. — le dije. — Maté a mis padres, a mis tíos y a mis hermanos, y a mi esposo.

— No estoy aquí para juzgarte, Halima. Soy viejo, muy viejo. He matado a más gente que tú. Algunos lo merecían, otros no. Es la vida.

Sorbí por la nariz y me abracé las rodillas.

— No digo que esté bien. — añadió Zula. — He pasado miles de años condenándome por ello y sé que voy a tener mi castigo algún día. Pero tú no tienes mil años, Halima. Tienes que asumir tus crímenes y vivir con ello. Estuvo mal, no importan las razones. Pero ya está. No puedes cambiarlo.

La puerta crujió suavemente, como si hubiera apoyado la cabeza.
— Estás aquí, Halima. No en el bosque, ni en la casa de tus padres. Aquí.

Respiré hondo. Sentí mi cuerpo. "No hay nadie más, nadie va a intentar lastimarme".
— Gracias. — le dije al mago. — Y siento mucho lo de ayer. No quería lastimarte.

— Está bien, ya estoy acostumbrado. — respondió Zula.

"No, no es eso, escúchame".

— Buenas noches, Halima, descansa.

"No, no te vayas".

Lo escuché alejarse y todo mi llanto se desbordó. ¡Cómo odiaba ser frágil! ¡Cómo odiaba ser tan cobarde!

Otra noche sin dormir. Hice el resto del viaje sumida en la amargura, con los ojos irritados por el sueño y las lágrimas. Él estaba cerca y tan lejos. No había forma de entendernos. Era mejor olvidarlo. "Somos compañeros, nada más".

Al anochecer por fin vimos la franja de mar escarlata. El bosque a los lados desapareció y fue solo un camino que se internaba en la ciudad. Villas pintadas de blanco y azul, caminos de adoquines, flores en todas las ventanas. Había guirnaldas de luces envolviendo las casas y los árboles. Los residentes vestían ropa ligera, túnicas blancas o de azul claro, y sandalias. Hacía calor, pero me gustaba. Pasamos junto al puerto, donde los barcos de vela se mecían dulcemente bajo las estrellas. Garth y yo nos asomábamos a las ventanas, señalando aquí y allá emocionados.

Zula nos llevó hasta un vecindario de aspecto humilde, pero muy limpio. Nuestra casa era pequeña, blanca, y lucía tiestos con flores en las ventanas. Garth bajó corriendo y yo iba a imitarlo, pero Zula me dio la mano.

— Ya ha comenzado el juego. — me sonrió. — Las damas no corren, Halima.

Era la primera vez que me sonreía desde aquella noche fatal. Me deleité en sus ojos negros, en los carnosos labios. Deslicé mi mano en la suya y me dejé llevar hasta la casa. Iba apoyada en su brazo, luchando por enterrar cualquier emoción que me delatara.

— Bienvenida a nuestro nuevo hogar. — dijo Zula.

Ya la casa estaba arreglada con sencilla elegancia. Muebles de madera forrados con tela blanca, figuras de cerámica y plantas en jarrones. Garth corrió a su cuarto y Zula me llevó al mío, en la segunda planta. No era muy lujoso. Tenía cama, silla, mesa, un espejo, un armario y un pequeño cuarto de baño al fondo. Todo era blanco y aburrido.

— Sólo hay camisones. — dijo Zula, indicando el armario. — Iremos de compras mañana y veremos a una modista para los trajes que usarás en el escenario.

Se me agitó el corazón.

— ¿Iremos... juntos?

— Claro. — dijo Zula. — No te dejaría mi dinero por nada en el mundo. Lo gastarías en cosas inútiles. Además, te perderías en la ciudad.

— Es cierto.

"Iremos juntos, juntos, juntos..."

— Vamos a cocinar algo simple. — dijo el mago. — Te espero abajo.

Le hice un gesto de fingido reproche.

— ¿Me vas a seguir esclavizando? Contrata a una mucama.

— ¿Te parece que somos ricos?— gruñó Zula. — Ven a cocinar, serpiente.

Y se marchó dando un portazo. Me eché a reír sola, girando con los brazos extendidos. Volvía a ser el de siempre. Abrí las ventanas y dejé que el mar llenara con su olor mi nuevo cuarto. El viento me revolvió los cabellos. Era absurdamente feliz.

Halima: la serpiente y el mago Donde viven las historias. Descúbrelo ahora