22. Dolor

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— ¿Y si me convierto en hechicera?

La pregunta salió de mi boca antes de haberla pensado bien. Fue un susurro desesperado, un ruego. Nunca antes amé a nadie más que mi tía Hanane. Antes de Zula yo era una isla perdida en el mar. Con él había descubierto mi amor por la danza. Con él había reído sinceramente. Con él podía ser yo, en lugar de una máscara. No imaginaba otra vida. Lo necesitaba tanto que dolía.

Zula me apartó.

— No te pediría algo así. — dijo.

— Tú no me pides nada, soy yo. — respondí.

— Eres joven, querida. Hay tanto que aún no has visto... Ser una bruja puede abrirte muchas puertas y cerrar otras.

Bajó la mirada antes de continuar, abatido.
— Yo no crecí en una de las infames Casas de magos. A diferencia de otros niños adiestrados desde la infancia, yo tuve oportunidad de vivir antes de rechazar mi humanidad y transformarme en brujo. Y no me arrepiento. Vi ambos lados y elegí el camino de la Bestia sobre el de los humanos. Pero tú no.

— He visto suficiente, brujo. — contesté. — He visto lo malo de este mundo y lo bueno... lo bueno ha sido contigo.

— Exacto. No has visto nada. ¡Tienes veintidós años, Halima! Renunciar a tu humanidad es un sacrificio demasiado grande.

— ¡Lo haría por ti!— exclamé.

— No. Tienes que hacerlo por ti. Si de verdad lo quieres, te enseñaré. Pero antes debes conocer los riesgos.

Estreché sus manos.
— Enséñame.

Zula dudó un instante. Parecía atemorizado.

— Sé que eres fuerte, Halima, pero te advierto que es doloroso.

— No me importa. — le dije. — He conocido el dolor.

— No es igual a nada que hayas sentido antes. Podría quebrarte.

— No te pongas blando ahora, brujo. ¡Enséñame!

Zula me besó las manos.

— Nunca le enseñé a nadie estos recuerdos. — me dijo. — Son una parte de mi alma.

— Puedo aguantar lo que sea. — respondí con firmeza. — Cree en mí, Zula.

El mago cerró los ojos y dejó fluir su magia dentro de mí. Una ola de oscuridad me golpeó y el mundo entero se desvaneció.

Me encontré desnuda entre el fuego. Dolía. Dolía muchísimo. Era peor de lo que yo jamás había experimentado. Sobre mí danzaban figuras extrañas, mitad humanas, mitad bestia. Unos rostros serios, con ojos huecos, me observaban entre las llamas.

— ¡Recibe a la Bestia!— gritaban.

El dolor nublaba todo, pero yo, o más bien Zula, conseguía aferrarse a las voces y emerger desde la locura. Era fuerte. Pero yo no. Yo quería terminar esa pesadilla y volver a sus brazos, a... ¿A dónde? ¿Dónde estaba antes? ¿Quién era yo? ¿Era algo más que dolor y gritos?

Seres con cabeza de toro y cuerpos humanos llegaron armados con lanzas. Me atravesaron el cuerpo una y otra vez. La sangre corría. Mi sangre. Nuestra. De Zula y mía. Era yo gritando y él resistiendo. Sufríamos el mismo dolor.

— ¡Recibe a la Bestia!

Creí que iba a desmayarme. Pero Zula aguantó. Recibió el dolor y resistió.

— ¡Recibe a la Bestia!

De repente el escenario cambió y sentí frío. Estaba en un calabozo, atada con grilletes a una pared.

— ¡Recibe a la Bestia!— rugió una voz.

Garras de un animal desconocido me hirieron la espalda. Me estaba arrancando la piel a tiras. Mis gritos hicieron eco en las paredes del calabozo.

— Deja tu cáscara humana, deja tu vida humana. Serás uno con la Bestia. Muere, Zula, y renace en las llamas.

De nuevo fuego. Podía ver mis brazos despellejados quemándose lentamente. El dolor era insoportable pero yo no perdía el sentido. Era consciente de mi cuerpo muriendo.

— ¡Muere y renace en las llamas!

No iba a soportarlo. Era demasiado. Grité y grité. Rogué clemencia.

— ¡Muere y renace en las llamas!

"¡Basta, basta!"

Pero Zula no gritó. Se tragó el llanto y los ruegos. Él no gritó. Era yo la débil. Era yo quien gritaba en su recuerdo. Yo no podía aguantarlo.

— ¡Basta! ¡Por favor, basta!

Aparté a Zula y caí de rodillas, vomitando. Me toqué los brazos para asegurarme de que mi piel estaba allí. ¿Seguía en el calabozo? ¿Y los monstruos? ¿Dónde estaban los monstruos?

Más vómito y llanto, unos brazos tratando de agarrarme.

— ¡No, no me mates, por favor!— supliqué.

Aún sentía el fuego en mi piel. El dolor. ¡Oh, qué dolor!

— ¡Halima, soy yo! ¡Mírame!

Zula me apartó el cabello del rostro y me obligó a mirarlo. Era él. Era él de verdad. Me eché a sus brazos llorando a gritos.

— No puedo. — sollocé. — ¡No puedo, Zula!

No podía respirar bien. Tenía un peso helado en mi estómago. Ni la voz de Zula, entonando sus hechizos, conseguía quitarme la angustia. Me retorcí con horribles espasmos y caí fulminada en su pecho.

Halima: la serpiente y el mago Donde viven las historias. Descúbrelo ahora