30. Libertad

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Halima Bozdağ. Aquel sería mi nombre completo en unos meses. Yo odiaba a los padres de Khalil por motivos que ellos aún no recordaban y ellos me odiaba por... razones obvias. Había tomado mi venganza y destruido sus vidas. Ahora estaban en algún sitio de Rau'Bahl, revolcándose en la humillación. Pero yo me casaría con su hijo y pondría el último clavo en su ataúd.

A Zula no le importaba, desde luego. Es más, parecía encantado. Sólo Garth lloriqueó un poco y me juró que volvería a visitarme en el futuro, convertido ya en un gran mago.

— Siempre te amaré, no importa si estamos lejos. — prometí, besándolo. — Eres mi niño querido.

Garth me dejó arrullarlo en brazos, alegre. Zula nos miraba de lejos y no hizo ninguno de sus habituales comentarios sarcásticos. Incluso él sabía cuando no abrir la boca.

Cada vez salía más en compañía de Khalil. Ya fuera en restaurantes, o en nuestra tienda en construcción, el tiempo con él volaba. Toda la ciudad hablaba sobre nuestro compromiso y no tardaría en llegar a oídos de sus padres, aunque estuvieran lejos. Familias poderosas como esa tenían ojos y oídos en todo Rau'Bahl. En cualquier momento vendrían a exigir respuestas. Khalil, sin embargo, no estaba preocupado.

— Deja que vengan. — decía. — Los espero.

Me hubiera gustado tener su calma. Pero yo, acostumbrada a perder siempre, no podía evitar mantenerme alerta.

Entrenaba con Zula dos horas cada mañana y luego ensayábamos dos más en el teatro. No volvió a mencionar a Faran, pero se notaba inquieto. Revisaba minuciosamente el camerino antes de entrar, ponía hechizos, interrogaba a los nuevos empleados. Los días seguían pasando y la noche de nuestra gran despedida brillaba en el horizonte. Pronto le diría adiós. Pronto acabaría nuestra aventura. Me embargaba una honda tristeza al recordarlo y tenía que beber mi té relajante para no caer en la desesperación.

Por otro lado, mi negocio con Khalil progresaba. Casi todos los días íbamos a revisar la construcción. El jefe de obras era un señor moreno y robusto, muy seguro de sí, que nos explicaba detalladamente el avance. Tenía un grupo de albañiles selectos y unos ayudantes que hacían el trabajo pesado. Una mañana, cuando me paseaba en las habitaciones a medio construir, vi a uno de esos ayudantes ser reprendido. El jefe de obras gritaba por alguna razón y golpeaba al hombre con una vara.

— ¡Eres un inútil! ¡Debería matarte!

Aquello me pareció excesivo. Los contemplé arrugando el ceño.

— Señor Ikram, — le dije al jefe de obras. — ¿a qué se debe tanto escándalo?

El hombre, que hasta ese momento no me había visto, de inmediato sonrió.

— Oh, señorita Halima, disculpe los gritos. — dijo, y señalando al ayudante con desprecio:— Este inútil no hace nada bien. Solo nos retrasa. Lo devolveré a la prisión.

El ayudante palideció.

— ¡Por favor, señor Ikram, eso no!

Ikram lo hizo callar a golpes.

— ¡No hables en frente de la dama!

No hubo más ruido por parte del ayudante, que ahora estaba de rodillas y sangraba por un corte en su frente. Era una escena desagradable.

— ¿Puede explicarme eso de la prisión?— interrogué a Ikram.

— Oh, claro, la señorita es de Keergahn y no sabe. — respondió el jefe con voz melosa. — En la alianza Rau'Bahl está prohibida la esclavitud, pero algunos criminales aceptan convertirse en esclavos para reducir las condenas. Este inútil es un ladronzuelo.

Halima: la serpiente y el mago Donde viven las historias. Descúbrelo ahora