2. Zarah

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Mi destino era Uelm, ciudad de la Alianza comerciante Rau'Bahl. Viajaba en un coche personal tirado por dos caballos y guardado por cuatro soldados. Iba recostada en almohadones de plumas y comiendo almendras confitadas. Lucía un traje negro de mangas largas, cuya falda llegaba hasta el suelo. Mi cabello estaba peinado con joyas de oro y esmeralda. Yo era Zarah Ekren, viuda joven de un mercader muy poderoso. Viajaba rumbo a Uelm para invertir en el negocio de las telas que, según mi investigación, era el más exitoso.

Había pasado un mes ocultándome, tejiendo la historia de mi nueva vida. Cumplí mis veintiún años en aquel encierro auto impuesto. Bekir, mi antiguo prometido, sufrió muchísimo al descubrir que su novia Aziza era una estafadora y lloró su "muerte" durante semanas. Pero yo estaba ahora en la Alianza, fuera de Keergahn y las garras de la familia Yusuf. No vería nunca más al encantador Bekir.

Era un viaje largo, así que iba leyendo para distraerme. Quería aprender sobre el comercio en la Alianza, de su historia y costumbres. A diferencia de Keergahn, en Rau'Bahl había seres mágicos. Yo era joven y, si movía bien mis fichas, podría desposar a un Rey del desierto. Ellos eran los elfos nómadas de mayor rango y gobernaban los oasis escondidos en el Gran Desierto. O al menos eso leí en mis libros.

Estaba casi dormida, arrullada por el movimiento del coche. El libro se deslizó de mis manos y cayó haciendo un ruido seco. Moví la cabeza, desperezándome.

— Señora. — me dijo el cochero. — Hemos llegado a la taberna.

"Ya era hora", pensé, ahogando un bostezo con la mano. Recogí mis faldas y esperé a que los guardias me ayudaran a bajar. Pero no había taberna en aquel sitio. Era el claro de un bosque junto al camino. Maldije a mi obsesión con los libros por haberme distraído.

— ¿Qué significa esto?— pregunté.

— ¿Qué te imaginas?— replicó uno de los soldados, riendo a carcajadas.

— ¡Soy una dama!

— ¡Eres una puta! ¡Vives en el lujo mientras los pobres se mueren de hambre!

Quería decirle que yo era también pobre, que todo era un embuste. Pero me dio una bofeada y me empujó al suelo. No pude luchar contra ellos. Eran muchos. Aunque los repelí con uñas y dientes, me destrozaron la ropa y me golpearon hasta que terminé inconsciente. Fue lo mejor, quizá.

Al despertar me encontré desnuda en la oscuridad. Me ardían los ojos, pero no lloré. Vi a dos soldados muertos alrededor mío y al cochero, un poco más lejos, agachado y vomitando. Fui hasta él para deleitarme en su agonía.

— ¿Qué hiciste, bruja?— preguntó.

— Envenené mi ropa. — le dije, quitándome las hojas del cabello. — Soy inmune desde luego, pero ustedes que me desnudaron y se aprovecharon de mí, están condenados.

— ¡Maldita seas!

— ¿Y los otros dos?

Pero el cochero no respondió. Se había muerto agachado y vomitando sus tripas. Era un espectáculo repugnante. A juzgar por la escena, los otros dos soldados no habían participado en mi vejación. Debieron asustarse y huir al ver que los demás estaban muriendo. Se llevaron todo mi oro y los caballos.

De mi vestido sólo quedaban harapos. Me vestí con ellos y busqué mis zapatos, que estaban tirados por ahí. Los ojos me ardían por la rabia y la frustración. De nuevo estaba indefensa. Me dolía el cuerpo y apestaba como esos hombres. Quería bañarme. Quería... echarme a llorar.

— Olvídalo. — apreté los dientes. — Llorar es para débiles. Y tú no eres débil.

Me lo fui repitiendo una y otra vez mientras caminaba a ciegas en la oscuridad. No podía quedarme allí y arriesgarme a ser encontrada junto a los hombres muertos. Me pareció escuchar aullidos, pero quizá era el miedo creando ilusiones. De cualquier forma, en ese instante no me hubiera importado ser comida por un lobo.

No sé por cuánto tiempo anduve sin dirección. Tampoco sé el momento justo en que rompí a llorar y caí al suelo. Era la primera vez desde que era un bebé. Las lágrimas caían en torrente, llevándose el maquillaje y dejándome un gusto salado en la boca.

Halima: la serpiente y el mago Donde viven las historias. Descúbrelo ahora