27. No me dejes

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Mantuvimos en secreto lo de Faran. Zula fue más tarde a mi habitación para advertirme que no dijera nada frente a Garth. Ya no quedaban huellas de la intrusión y, de acuerdo con Zula, no había razones para asustar a todo el mundo. Yo aún estaba nerviosa, pero no me dejé ganar por el miedo. Espalda recta y manos entrelazadas, hablé con él sin demostrar sentimientos. No le dejé ver cuán dolida estaba por su aspecto demacrado. No le dejé oír nada, cubriendo mis pensamientos con una capa de indiferencia.

— No seguirás pensando que voy a matarte, ¿verdad?— preguntó Zula.

Me ruboricé.

— No. Eso fue una tontería.

— Es verdad. — el mago sonrió. — Fue una tontería. ¿Me crees un monstruo?

— Claro que no, basta ya.

Zula apretó los labios y poco a poco fue borrando su sonrisa.

— Sin embargo... — inclinó la frente. — quiero disculparme. Te asusté y lo siento mucho.

— Descuida. Todo está bien.

Zula me miró y asintió con la cabeza.
— Muy bien. Descansa.

— No estoy cansada, pero tú...— le hice un gesto con la cabeza. — tienes que bañarte y comer algo.

Él hizo un gesto despectivo con la mano.

— Puedo estar mil años sin comer, no te preocupes.

— ¿Y apestarás la casa durante mil años también?— arqueé una ceja.

— Buen punto, serpiente. — me guiñó un ojo. — Hasta hoy no tenía fuerzas para salir de la cama.

— ¿Qué cambió?

Sus ojos refulgieron de ira.

— Faran.

Dio media vuelta y se fue. Lo vi alejarse por el pasillo hasta desaparecer doblando una esquina. Ese brillo letal en su mirada había erizado todos los pelos de mi nuca.

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No dudaba que Zula mantendría fuera a la criatura de Faran, pero esa noche no conseguí dormir. Había entrado en mi hogar. Pudo habernos matado a Garth y a mí, o a los sirvientes kobold. Odiaba mi fragilidad. Debía aprender a manejar aunque sea una daga.

Harta de mirar el techo, bajé a prepararme un té. Ya los sirvientes dormían. Tomé uno de los candelabros y me obligué a salir del cuarto. Yo temía a mi propia imagen reflejada en los espejos. Fui hasta la cocina, dejé el candelabro y puse la tetera, volteándome a cada instante por miedo a que saliera alguna criatura. Eché la mezcla de hierbas en una taza y vertí el agua caliente.

— Halima, soy yo.

Zula anunciaba su llegada mucho antes, para no asustarme cuando su figura llenara la puerta de la cocina. De todas formas me estremecí un poquito. Él vestía un camisón blanco y su pelo, húmedo y limpio, caía en rizos hasta la cintura. Agradecí verlo recuperado... al menos en apariencia. La imagen de él aquella tarde en el jardín, inexpresivo y demarcado, aún me atormentaba. No le dejé ver, por supuesto. No quería avivar las llamas. Fue hasta la tinaja de agua y llenó un vaso, dándome la espalda todo el tiempo.

— ¿Ya no sales de noche?— preguntó.

— No. — le puse unas cucharadas de azúcar al té. — ¿Y tú? ¿Ya no vas a... dónde sea que ibas?

— Ja. No sé qué ideas tienes, Halima. Yo estaba en mi cuarto leyendo.

— No te creo.

— De verdad. Tú prefieres las multitudes y el vino. Yo prefiero ser miserable en privado.

Halima: la serpiente y el mago Donde viven las historias. Descúbrelo ahora