CAPITULO 41

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Los gaiteros pasaron tan cerca de Iris que la chica se vio obligada a taparse las orejas con las manos. Siempre lo mismo.

El mercado medieval estaba concurrido. A principios de otoño se congregaba alrededor de los puestos y atracciones tanta gente como en mayo, teniendo en cuenta que el tiempo contribuía a ello. El día era mucho más soleado que toda la semana anterior... No era extraño, por tanto, que hubiera cientos de personas en torno a la fortaleza.

Pero muy pocas caras conocidas.

Iris corrió la bandolera en su hombro para mitigar la presión que ejercía la bolsa del arpa. Ni Verruga, ni Piedrecita.

Podía entenderlo, a ella también le había costado ponerse aquella ropa antigua en la que la última convención había dejado huellas imborrables. En la falda las gotas de sangre de Simon ya no eran más que unas sombras claras como de café con leche, pero al mirarlas evocó de inmediato lo ocurrido en el sótano del castillo. La espada, el grito.

Trató de sacudirse el pensamiento de encima y miró a su alrededor. Recorrió el lugar buscando a Alma, a Arno y a Roderick, aquel saco de pulgas, a Nathan o a Mona. Pero ni allí ni en los otros mercados que había visitado en los fines de semana anteriores había dado con ninguno de ellos. Por lo que parecía, a todos se les había pasado el gusto por la Edad Media.

Salvo a Lisbeth, lo que no dejaba de ser curioso. Iris acababa de encontrarse con ella, en el puesto de los bolsos de piel, donde subía la facturación gracias a su belleza.

Se detuvo ante la pizarra que anunciaba las peleas de exhibición, donde tantas veces aparecía el nombre de Saeculum. ¿Era posible que sintiera aquel brote de añoranza en su interior? ¿En serio? "Entra en razón, tonta, acaba tú misma con eso." Al fin y al cabo, estaba allí para trabajar, no para saludar a los conocidos.

Se sentó sobre la piedra caldeada por el sol de un pequeño murete y sacó el arpa. Ejercitarse un poco antes de la actuación les vendría bien a los dos, al instrumento y a ella.

A mitad de la segunda pieza se paró. Primero le pareció que se había equivocado. Entrecerró los ojos... no, para nada. A unos diez metros de distancia estaba Doro, escuchando, mientras dejaba caer al suelo piedras planas, redondas.

Los recuerdos se adueñaron de ella y le trajeron sucias sombras de temores antiguos. Thurisaz en el agua, Othala en la tierra.

Terminó la canción y se puso en pie.

- Eh, Doro - la sonrisa le salió muy artificial - . ¿Qué te dice el destino, eh? ¿Anda otra vez dando golpes a diestra y siniestra?

Clinc. Al aterrizar una piedra le dio a otra, se deslizó a un lado y se quedó atravesada. Doro contempló la posición con el ceño fruncido.

- Hola, Iris. Me alegro de verte - dijo sin levantar la vista. Iris comprobó que en su voz no había rastro ni de vergüenza ni de arrepentimiento.

- ¿A qué desgracias te dedicas esta vez? -

Doro no respondió, toda su atención estaba puesta en las piedras, movía los labios en silencio mientras echó mano a su bolsa de piel para sacar otra runa.

También esta cayó en el círculo dibujado en el suelo. Algiz, si Iris no se equivocaba. Daba lo mismo. Había llegado el momento de llevar a Doro al plano de la realidad. Eso sería toda una novedad para ella.

- Adivina quién no agonizó bajo las piedras - .

Doro asintió, sin sorprenderse, sin ni una señal de enfado.

- Lo sé desde hace mucho. Me alegro por él. Y por ti - no parecía tener ni mala conciencia, como si no hubiera reclamado con toda su vehemencia la muerte de Bastian.

SaeculumDonde viven las historias. Descúbrelo ahora