CAPITULO 11

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La sensación de no verse obligado a resolver nada, de no tener responsabilidades, era tan maravillosa que Bastian renunció a unirse a los demás en el juego. Ya casi había olvidado lo que buscaban. Algún enemigo. También lo encontrarían sin él.

Saciado y feliz, se quedó tumbado en la hierba. Miraba tan pronto a Iris tocando su arpa como a Doro vestida de negro, que caminaba despacio por el límite del campamento murmurando conjuros. Que lo hiciera. Allí reinaba la libertad. Mañana ya participaría en alguno de los juegos, de las pruebas, si tenía ganas. Si no, se quedaría tumbado mirando al cielo hasta que los ojos se le secaran. O cavaría una nueva letrina... Lo mismo daba, no necesitaba planes. Lo único que precisaba era ese aire y esos árboles, el piar de los pájaros en las ramas y el viento, que espantaba a los mosquitos.

Pronto llegó el primero de sus compañeros, venía del bosque. Piedrecita les informó a voz en cuello que, para su desgracia, no había encontrado a ninguno de los asaltantes, pero que ahora iba a retomar su oficio de posadero y prepararía algo de comer. Apiló ramas secas en la hoguera y sacó de su bolsa una piedra, unos pequeños jirones de tela y un trozo de hierro curvo, enrolló la piedra con algo de tela y la golpeó con el hierro. Sin sus lentes, Bastian no podía ver cómo lo hacía exactamente, pero lo cierto es que poco después Piedrecita estaba ya soplando sobre las brasas; puso leños más gruesos y se fue con el caldero a buscar agua al río.

Mientras Bastian pensaba todavía si echarle una mano con la comida, la tranquilidad del campamento se vio interrumpida por ruido de voces y crujidos de ramas quebradas. La voz de Ralf era tan aguda que sonaba como un cacareo.

- ¿Dónde está el medicus? ¡Tenemos un herido! -

Esta vez Bastian se levantó con tranquilidad, preparado interiormente para cualquier escena que incluyera sangre falsa. 

Georg, Lars y Ralf traían a Nathan, que empleaba todas sus capacidades dramáticas para contraer las facciones simulando dolor.

- Encontró a uno de los canallas que saquearon nuestra aldea - explicó Ralf - . Le ha vencido, pero el otro le ha herido el brazo. Un tajo de espada, hasta el hueso.

- ¡Oh, sí! - confirmó Bastian mientras examinaba el brazo de Nathan, sin ningún tipo de lesiones - . Limpiaré la herida y la vendaré, pronto estará como nuevo.

Limpió el antebrazo con agua y lo vendó con uno de los paños de lino que había traído. Nathan le dio las gracias y se acomodó junto al fuego, donde ya se habían sentado Sandra y Lisbeth. Con motivo de la victoria de Nathan el equipo de la organización les ofrecía un pequeño barril de cerveza, del que Piedrecita ya se estaba ocupando con visible alegría. Bastian se colgó de nuevo la cantimplora del cinturón y canturreó contento. La vida podía ser muy sencilla.

En el caldero bullía ya una crema pastosa cuando llegó el segundo grupo de aventureros, formado por Alma, Arno y Roderick, que salió corriendo hacia el caldero de Piedrecita, se paró en seco poco antes de llegar y olfateó con la nariz en alto.

No se habían encontrado con nadie en el bosque, les dijo Alma, pero sí habían hallado algo que mostraron a los demás con una mezcla de orgullo e impotencia: otro trozo de corteza escrita, muy parecido al que encontraron camino al campamento. Aquí el halcón era más reconocible, abría sus alas rojas. Debajo, cuatro líneas en letra antigua, difuminada y complicada de leer:

                                                     Lo de adentro es lo que cuenta,

                                                    aunque la envoltura brille.

                                                    Protégelo, pues será mío

                                                   en cuanto la noche venga.

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