Tras oficializar la inscripción al programa del Ministerio, un asesor nos comentó de una feria de fundaciones que ocurriría al día siguiente. Al principio dudamos sobre nuestra participación porque estábamos a contrarreloj, pero decidimos hacerlo ya que era una gran oportunidad para conseguir donaciones. Apenas salimos de la reunión, nos dirigimos a comprar algunas cosas para armar nuestro puesto. Yo iba manejando, María José era mi copiloto y Daniela ocupaba el asiento de atrás. Era tarde para diseñar e imprimir un poster, así que optamos por hacerlo manualmente con cartulinas, fotografías y demás impresiones. Siendo así, manejé hacia la papelería más cercana.
Atrapadas en un trancón que no avanzaba, agarré mi teléfono para examinar la hora. Pronto, terminé entrando a la bandeja de mensajes y abriendo el de Katheleen. No era la primera vez que lo releía desde el domingo poco después de despedirnos. Aquel mensaje con errores de ortografía era el único recuerdo tangible que tenía de nuestra reunión. Una sensación de vacío me acompañaba como un huésped silencioso. Sentía que había desaprovechado la única oportunidad que tenía para hablar con ella, pero no podía hacer nada. No podía obligarla a oírme ni mucho menos a confiar en mis palabras. Lo intenté, ahora lo único que quedaba era aceptar el resultado y resignarme.
Llegamos a la papelería una hora más tarde de lo que anticipamos gracias al trancón. Para agilizar las cosas, me ofrecí a imprimir las fotos y carteles mientras mis amigas compraban las cosas. Quedamos en que ellas me llamarían cuando se desocuparan, lo cual parecía que no iba a suceder muy pronto: a través de los cristales se veía que el lugar estaba a rebosar de gente que quería aprovechar un remate de regreso a clases. Las dejé a su suerte y manejé en busca de un lugar para imprimir.
Unas calles arriba, encontré un local de diseño gráfico. Le entregué una memoria USB a la señora que estaba atendiendo y le señalé los archivos que quería imprimir. Esperé diez minutos y salí de allí con las fotos y carteles en un sobre. Le escribí a Daniela para saber cómo les estaba yendo, pero me contó que la fila de la caja era enorme y que ni siquiera habían empezado a formarse porque estaban buscando algunos artículos. Sentada tras el volante, en el parqueadero, encendí la radio y pasé las estaciones hasta encontrar una que me agradara. Los minutos pasaron. Alterné mi postura entre recostada sobre el timón, contra el espaldar de la silla y en el asiento de al lado. En medio de la espera y el aburrimiento, una idea extraña se cruzó por mi cabeza: ir a mi antigua casa de nuevo sólo para espiar. De todos modos, estaba relativamente cerca y no tenía nada más que hacer, así que empecé a manejar.
Me estacioné en la acera de enfrente justo como la vez pasada y me limité a observar todo desde la distancia. Me preguntaba si mi madre estaría adentro. Estuve más de quince minutos en tortuosa vigilancia, pero no había movimiento proveniente de la casa. Pronto empezó a invadirme ese mismo sinsabor que me quedó cuando veía a Katheleen alejarse sin haber escuchado las cosas que tanto quería decir. No quería repetir eso con mi mamá. Tenía demasiadas preguntas que necesitaban respuesta. Si no las buscaba, mi propia mente se las imaginaría y, en mi experiencia, eso a veces resultaba peor que la mismísima realidad. Es por eso que salí del auto y caminé en dirección a la casa.
Allí estaba: frente a la entrada, de pie y petrificada, observando el timbre. Habían pasado más de diez años de mi partida; desde entonces nunca había visto a nadie de mi familia en persona. Después de tanto tiempo, ¿sólo debía tocar la puerta? A lo mejor debía avisar de alguna forma que se trataba de mí, pero no encontraba las palabras. Un nudo enorme empezó a formarse en mi garganta. En mi mente sólo pensaba en abortar el plan y dar vuelta atrás. Sin embargo, le hice frente a mis pensamientos y toqué el timbre.
—Un momento —avisó mi madre desde la lejanía.
Escuché el ruido de unos pasos precipitados que se aproximaban a la entrada. La puerta se abrió de golpe y lo primero que pude ver fue la imagen de la sala vacía. Bajé la mirada para encontrarme con el mismo niño que había visto unos días atrás. El pequeño, igual de confundido que yo, entrecerró sus ojos y se quedó observándome.
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SERENDIPIA PARTE III: KATHELEEN
RomanceA veces el amor germina de formas misteriosas. Cuando la conocí, era una nómada incorregible que arrastraba consigo como único equipaje sus penas y pesares; algunos de ellos, con nombre propio. En mi bagaje emocional no había espacio para nada más...