Capítulo 27

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Adelanté mi vuelo para ese día lo más temprano posible. Pagué un excedente desproporcionado, pero la situación lo ameritaba. Lo único importante era que pronto estaría en el pueblo. En cuestión de horas, tuve que armar mis maletas, negociar con el gerente del hotel para que me diera parte del pago anticipado que hice, ir al museo, excusarme ante el director del proyecto, asegurarme de que me pagara lo que pude trabajar y, finalmente, desplazarme al aeropuerto antes de las diez.

En medio del trajín, apenas tuve algunos minutos para comer un croissant y beber té helado. Estaba ceñida de tiempo, pero por fortuna logré hacer todo. Cuando crucé la sala de admisiones y me senté en la silla para esperar el vuelo, pude descansar. Sin embargo, todavía tenía cosas por hacer. Agarré mi teléfono e intenté comunicarme con María José y Daniela, pero la llamada se iba al buzón de mensajes enseguida; supuse que la señal estaba poniendo problemas, como era usual. Me resigné tras varios intentos y, en cambio, decidí llamar a mi mamá.

Estaba algo nerviosa porque esa era nuestra primera conversación después de haberle contado, aunque a medias, acerca de mi adicción. Opté por no darle detalles escabrosos que ya no tenían relevancia para no alarmarla. Para mi sorpresa, la plática fue bastante amena y fluida. Con serenidad me explicó que, ante la ausencia de noticias sobre mi paradero, era inevitable imaginarse los peores escenarios dentro de los cuales contemplaba ese. Como era normal, se mostró algo preocupada, pero me creyó cuando le dije que me había recuperado. En esa última llamada, la sentí mucho más tranquila. Duramos media hora hablando hasta que escuché el llamado para abordar.

Una vez que el avión aterrizó, tomé mi maleta y me apresuré para salir del aeropuerto. De camino a la parada de transporte público, me percaté de que el cielo estaba oscuro y nublado. Abordé el primer bus intermunicipal que pasó. Me senté en la parte de atrás anticipando que se llenaría de gente más adelante. Desde la ventana sentí una ventisca helada. Mis dos predicciones fueron ciertas: el bus se llenó a rebosar y empezó a llover con fuerza. Pronto, no pude ver más que el agua que azotaba el vidrio de la ventana. La temporada de lluvia también estaba haciendo de las suyas en aquella región, aunque de una forma más violenta que en la Capital donde lo normal era que serenara.

Después de ese día tan ajetreado, andando de un lado a otro, ahora lo único que podía hacer era recostarme en la silla y esperar. El sonido del torrencial aguacero se apagó con el ruido de mis pensamientos. Culpable era la palabra que mejor resumía cómo me sentía. No podía evitar pensar que era responsable de que Dayana hubiese recaído, así fuese en una pequeña parte. No había estado pendiente de ella, ni de mis amigas, ni de la fundación. Debí reconocer que algo andaba mal, pero estaba demasiado ocupada con mis asuntos.

Egoísta le seguía. Pese a que la razón principal de mi viaje era clara, me dejé distraer con otras vertientes. Intenté convencerme de que las llamadas y citas con Katheleen eran para proteger a la fundación, pero la verdad era que disfrutaba estar cerca de ella. De eso, lo único que conseguí fue alimentar sentimientos que terminaron en un callejón sin salida. Ella no se sentía de la misma forma que yo. Aunque lo hiciera, no había forma de que nuestros mundos encajaran. Otra vez no era el momento oportuno ni éramos las personas indicadas.

Saqué mi celular y me quedé observando su número en la pantalla. Pensé en llamarla para avisarle que tuve que viajar, pero entonces me percaté del símbolo de sin señal. Quizás así era mejor. Después de esa discusión, tuvo varias oportunidades para buscarme, pero no lo hizo. Quizás eso era lo que ella quería.

Me coloqué de pie para guardar mi celular entre mi pantalón y mi vientre. Aproveché para revisar mis bolsillos; en el fondo de uno, me encontré con un trozo de papel. Me sorprendí al recordar de que se trataba: era la carta que el padrino de mi papá me dio en su nombre. Debido al apuramiento, me había olvidado de ella. Tomé asiento y me dispuse a desdoblar el papel. Apenas me topé con la letra de mi papá, mis ojos se humedecieron. La tinta y el papel se veían desgastados por el paso del tiempo, pero se podía leer lo que había escrito. Decía:

SERENDIPIA PARTE III: KATHELEENDonde viven las historias. Descúbrelo ahora