Capítulo 17

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Organicé los artículos en una esquina y acomodé los folletos que usábamos para los talleres de psicoeducación. Antes de lanzarla a los lobos con el material pesado y controversial, decidí contextualizarla un poco. Encontré el folleto indicado para empezar: uno en el que se exponía el concepto de adicción y su evolución a lo largo del tiempo, así como las diferentes perspectivas sobre su tratamiento. Extendí la mano para entregárselo y establecimos contacto visual durante varios segundos. Había algo particular en la forma en que me veía. Para mi sorpresa, esta vez no me encontré desprecio ni desdén en su mirada, pero, aun así, parecía que algo la inquietaba.

Rápidamente, Katheleen tomó el folleto y centró su atención en él. Bajé la mirada a la mesa mientras que ella leía en silencio. La ausencia del anillo en su dedo anular eclipsó mis pensamientos. Más pronto que tarde, mi mente volvió a esa madrugada: a la sensación cálida y suave de su piel, a sus uñas rasgando mi espalda, a su respiración agitada en mi cuello y a su dulce sabor. Cerré mis ojos y suspiré con disimulo en un intento por deshacerme de esas imágenes. Cuando volví a fijarme en ella, descubrí que había terminado de leer.

—Bueno... —aclaré la garganta— Como pudiste leer, el folleto se trata sobre la evolución de la postura de la ciencia sobre las adicciones. Contrario a lo que se cree, las drogas no son malas por sí solas —me sorprendió ver lo receptiva y atenta que estaba—. Muchas sustancias psicoactivas han sido usadas para tratar diversas afecciones.

—Lo entiendo y, en algunos casos, estoy de acuerdo. No quiero adelantarme a lo que vas a decir, pero...

El mesero se acercó para entregarnos los pedidos. Ella le agradeció y, apenas se retiró, siguió hablando.

—¿Por qué usar una sustancia psicoactiva para tratar precisamente las adicciones? ¿No es muy arriesgado?

—Nosotras nos enfocamos en conocer la historia de vida de cada persona, en entender las dinámicas socioculturales e individuales y en asistirlos en el proceso de tomar consciencia de estos patrones —le expliqué como pude—. Sin embargo, en la desintoxicación no existe capacidad de razonar.

Busqué entre los artículos hasta hacerme con uno que exponía los síntomas del síndrome de abstinencia. Medité antes de mostrárselo ya que era un reportaje bastante crudo y con imágenes fuertes. Lo que menos quería era convencerla por medio de la impresión.

—Verás, no es fácil interrumpir el consumo. En algunos casos, el cuerpo está tan acostumbrado que necesita droga para funcionar —le entregué el reportaje y la vi repasando las fotos—. Vómitos, fiebre, alucinaciones, convulsiones, estados delirantes... La desintoxicación te hace pensar que la cura es peor que la enfermedad.

Sus gestos delataban conmoción e incluso desagrado. Disimular se hacía cada vez más difícil a medida que se adentraba entre las páginas.

—Sé que es duro de ver —le dije—. No tienes que terminar.

Ella cerró el artículo y me miró.

—¿Tú... pasaste por esto?

Asentí con algo de vergüenza.

—En una menor medida. En ese momento, sentí que estaba en el mismísimo infierno, pero me dado cuenta que no se asemeja en nada a lo que esos chicos viven.

—¿Por qué lo dices? —preguntó intrigada.

—Porque yo podía comprar drogas de calidad —expliqué—. Ellos, en cambio, se drogan con lo que pueden. Consiguen versiones baratas de heroína o cocaína que en la preparación suelen ligarse con gasolina, polvo de ladrillo, pintura, entre otras cosas.

—Dios santo —arrugó la cara.

—Lo siento. No quiero alarmarte.

—No te preocupes —aclaró la garganta—. Continúa.

SERENDIPIA PARTE III: KATHELEENDonde viven las historias. Descúbrelo ahora