A las ocho de la mañana estaba despierta, bañada y cambiada. En poco tiempo, mi organizadora vendría para acompañarme a probar los vestidos de novia. Pensé en aquella ironía mientras arreglaba la cama donde horas atrás había estado teniendo sexo con otra persona. Bueno, no cualquier persona: era Marianne, mi fugaz primer amor y mi gran desilusión. Me agaché para recoger el envoltorio de los preservativos y empezaron a surgir los recuerdos.
No podía creer ni la mitad de las cosas que había dicho y hecho la noche anterior. Cuando se trataba de ella, parecía que me transformaba en otra persona. No tenía control sobre mí ni sobre mis pensamientos. Un segundo tenía certeza de algo y el otro estaba haciendo lo opuesto. Ese efecto de Marianne me atemorizaba. No se trataba de la facilidad con la que me hacía venir o de las cosas que hacíamos; había algo más que no acababa de comprender. Con ella, el sexo se sentía tan íntimo, apasionado e intenso. Y no sólo eso, cualquier beso, caricia o roce era electrificante. Quería creer que era consecuencia de la nostalgia y que pronto se esfumaría, pero no hacía más que aumentar.
Me dirigí a la sala y repasé el panorama con la mirada: el sofá estaba torcido, los cojines regados por el suelo y en la alfombra había una mancha translúcida grande. Acomodé los muebles con rapidez, enrollé el tapete y lo metí en el cesto de la ropa sucia. Entonces fui a la cocina. Limpié las migajas que había en el mesón y le pasé un trapo húmedo como si con eso bastara para olvidar lo que sucedió ahí, o al menos la última parte. Quizás había sido un poco grosera en la discusión que tuvimos, pero era necesario. Lo más sano era colocar límites: debía ser clara con ella, pero sobre todo debía protegerme a mí.
El sonido del citófono me sacó de mis pensamientos. Anticipé que se trataba de Emily, pero el portero anunció a dos personas. Cuando le pregunté por los nombres, casi me voy para atrás al escuchar el de mi mamá. ¡No podía ser cierto! Mi mamá viajó de sorpresa. No sabía de quién había sido la idea, pero la aborrecía. Aunque dejamos nuestros asuntos atrás desde que me fui de casa, no solía contactarme con ella más allá de lo esencial para mandarle dinero y felicitarla en las fechas especiales. Del resto, prefería que mantuviéramos la distancia.
—¡Mierda, mierda, mierda! —maldije entretanto corría por la casa rociando ambientador para eliminar los rastros de olor a sexo.
Los toquidos en la puerta hicieron que diera un brinco. Coloqué el frasco en una repisa y acomodé los mechones laterales de mi cabello borrando cualquier signo de agitación. Me dirigí a la puerta; antes de abrirla, solté un profundo suspiro preparándome para lo que se venía. Allí estaban ellas: mi mamá usando un abrigo y un sombrero rosado como si fuese de la realeza y mi organizadora de bodas, en ropa casual, con una sonrisa ingenua de oreja a oreja.
—¡Cariño! —me dio dos besos—. Si no vengo a verte de sorpresa, dejas que pasen otros dos años —soltó el primer reclamo en menos de treinta segundos de estar frente a mí.
—Qué gusto verte, madre —fingí una sonrisa que no pude seguir manteniendo cuando noté que tenía equipaje—. ¿Y esas maletas?
—Voy a quedarme el fin de semana.
—Hiciste reservación, ¿cierto?
Se echó a reír como si estuviera de broma y pasó por mi lado para ingresar al apartamento. Fulminé a Emily con la mirada.
—¿Por qué no me preguntaste antes? —le reclamé en voz baja.
—Alejandro pensó que sería una bonita sorpresa.
—Vaya que lo es —volteé a ver a mi progenitora. Había dejado las maletas en la mitad del pasillo y estaba recorriendo la sala. Examinaba con aires de presunción lo que sea que estuviera en su paso.
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SERENDIPIA PARTE III: KATHELEEN
RomanceA veces el amor germina de formas misteriosas. Cuando la conocí, era una nómada incorregible que arrastraba consigo como único equipaje sus penas y pesares; algunos de ellos, con nombre propio. En mi bagaje emocional no había espacio para nada más...