Una semana después.
Estaba luchando contra el sueño mientras observaba la ponencia de un señor de sesenta y tantos que presumía de tener varios títulos en filología, idiomas y literatura. En el auditorio había cerca de ochenta personas pese a que la capacidad total era de más de quinientos. Sin contar a los ponentes y el personal, los asistentes eran en su mayoría chicos en uniforme de colegio. Asumí que estaban en el coloquio para cumplir algún requisito académico. Era una lástima que espacios como ese fueran desperdiciados, pero no era la indicada para juzgarlos: sólo tomé ese trabajo para tener una excusa para regresar a la Capital.
Dos razones importantes me traían allí de vuelta. La primera, por supuesto, era Katheleen. Teníamos una conversación pendiente de un tema tan delicado que no se podía tratar por llamada; y mucho menos con esa señal de telefonía tan deficiente del pueblo. El futuro de la fundación estaba en mis manos. Necesitaba tener una charla frente a frente con ella y asegurarme de que no le contaría a nadie sobre lo que vio en el granero. La segunda razón, quizá un poco más atemorizante, era una reunión con mi madre. Tres días después de mi cumpleaños, me llamó pidiendo disculpas por no haberse contactado antes. Sin dar más detalles, me dijo que necesitaba verme lo más pronto posible para contarme algo de carácter urgente.
El nerviosismo en su voz hizo que empezara a hacerme preguntas cuyas posibles respuestas me atormentaban. Pensar demasiado nunca me llevó a nada bueno. Necesitaba conocer la verdad. Necesitaba saber dónde estaba mi papá, que había pasado con Charles, cómo terminó el asunto de Dhasia y de quién era el niño. En ese orden de prioridades, decidí encargarme primero de eso. Luego, con la mente un poco más despejada, encontraría la forma de hablar con Katheleen.
A la hora del receso, eludí la invitación a almorzar por parte de los directivos del museo y caminé al Parque de Heda que quedaba a unas cuadras. Me compré un icónico perro caliente en uno de los puestos ambulantes. Con el pan todavía envuelto en aluminio, me aproximé a la calle y detuve un taxi para que me llevara a mi antigua casa. Empecé a comer, pero a medida que me acercaba a mi destino, más se me iba apagando el apetito. Acabé guardando más de la mitad y me limité a mirar las calles a través de la ventana. Cuando llegamos, el conductor se estacionó y me miró por el retrovisor esperando a que le pagara.
—Es aquí, ¿no? —preguntó unos segundos después.
—Sí —reaccioné y le extendí un billete.
Me bajé del carro. El señor no dudó en marcharse mientras que yo me quedé inerte mirando la fachada de la casa a unos pocos metros de distancia. Hice a un lado mis pensamientos, me armé de valor y me acerqué a la puerta. Ni siquiera tuve que tocar el timbre; mi madre ya estaba en la sala esperándome con dos tazas y una tetera.
—Cariño —abrió la puerta y me dio un fuerte abrazo.
Al separarnos, hizo un gesto con la cabeza pidiéndome que entrara. Miré hacia adentro dubitativa.
—¿Te encuentras bien, hija?
—Sí... sólo algo cansada —atiné a decir.
Forcé una sonrisa. Entonces di algunos pasos adelante volviendo a entrar, después de diez años, a esa casa. Me senté en el mueble.
—¿Quieres un té de valeriana?
—Estaría perfecto —murmuré.
Empezó a servir el contenido en dos tazas. Aproveché que estaba distraída para examinar a mi alrededor: las paredes estaban pintadas de colores vivos, el comedor lucía moderno y los muebles parecían ser nuevos. Al terminar de repasar la sala, mis ojos se desviaron a la que una vez fue mi habitación. La puerta ahora era blanca y de ella colgaba un letrero verde que decía Abel.
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SERENDIPIA PARTE III: KATHELEEN
RomanceA veces el amor germina de formas misteriosas. Cuando la conocí, era una nómada incorregible que arrastraba consigo como único equipaje sus penas y pesares; algunos de ellos, con nombre propio. En mi bagaje emocional no había espacio para nada más...