Eran las once de la mañana. Estaba sentada en el sofá, con una manta sobre mi regazo, revisando mi celular por enésima vez. Hacía dieciséis horas, le había enviado un "hola" a Marianne y aún no tenía respuesta de su parte. Ni siquiera me escribió para preguntar sobre la llamada que le hice en la boutique. Supuse que estaba enojada por la discusión, así que no volví a insistir. Bloqueé la pantalla y froté mis hombros. Estuvo serenando desde temprano y hacía mucho más frío de lo usual. Nada que un buen café caliente no solucionaría.
Me levanté y me dirigí a la cocina. Puse a calentar agua en una olla. Cuando ésta hirvió, abrí la alacena y agarré el recipiente de mi café granulado favorito. Mientras abría la tapa, me percaté de que al lado estaba el frasco con bolsitas de té que Marianne me regaló. Me quedé observándolo durante varios segundos.
—¿Por qué no? —murmuré.
Intercambié mi frasco de café por el de té. Agarré la primera bolsa que estaba en la superficie: era de matcha. Metí la bolsa en la olla y me di la vuelta para revisar mi teléfono. Cuando volví a ver, el agua tomó una tonalidad verde radioactivo. No se veía tan apetitoso, pero decidí darle la oportunidad. Serví media taza y lo probé. El sabor amargo inundó mi boca. Desde luego no era tan fuerte como mi expreso doble habitual, pero era... extraño. Sabía a hojas remojadas.
—¿Té? —mi mamá se asomó por encima de mi hombro. Me giré para verla. Estaba usando un vestido floral, un collar de perlas y un abrigo color rosa pastel—. ¿No me vas a dar un poco?
Tomé otra taza, serví lo que quedaba y se la entregué. Tras dar el primer sorbo, arrugó la cara en desaprobación.
—Está muy amargo. ¿Tienes edulcorante?
—Sólo azúcar regular.
Vació el líquido en el lavaplatos y empezó a enjuagar la taza.
—Tengo una amiga a la que el té le queda muy bien —solté con la complicidad de un secreto que sólo yo conocía.
—Deberías pedirle que te enseñe.
—Oh, no sería lo primero que me haya enseñado.
El timbre nos interrumpió. Agarré mis llaves y me dirigí hacia la entrada. Mi mamá, ni corta ni perezosa, me siguió. La miré de reojo mientras abría la puerta: se arregló el peinado y se acomodó la ropa. Cuando vio a Alejandro, una gran sonrisa se dibujó en su rostro. Mi prometido me dio un beso corto y se dispuso a saludar a mi mamá, a quien conocía por primera vez en persona.
—¡Oh, finalmente! —mi mamá le dio dos besos efusivos y remató agarrando sus hombros—. Eres mucho más guapo en persona.
—Gracias, Eloise. Usted no se queda atrás.
Se echó a reír como una quinceañera. Por supuesto que le iba a encantar Alejando: tenía esa actitud afable y encantadora en un traje de mil dólares. Justo como los hombres con los que ella solía salir.
—Vamos andando —les recordé.
Caminaron detrás de mí y me siguieron hasta el ascensor. Los dos estaban hablando de cosas triviales; yo, en cambio, guardé silencio durante todo el trayecto. Al llegar al carro, Alejandro le abrió la puerta y esperó a que entrara. Apenas quedamos fuera de su rango de visión, le reclamé con la mirada. Él empezó a justificarse.
—Era extraño conocerla el día de la boda —murmuró.
—Debiste avisarme con antelación —me apresuré a abrir la puerta por mis propios medios y ocupé el asiento del conductor.
Alejandro se ubicó como copiloto. Abrochamos los cinturones y volvimos a cruzar miradas: él, de lo más tranquilo, me guiñó el ojo y sonrió. Resoplé resignada. Encendí el auto, activé la calefacción y me dispuse a manejar. Tan pronto como salimos del edificio, mi mamá le metió temas de conversación a mi prometido.
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SERENDIPIA PARTE III: KATHELEEN
RomanceA veces el amor germina de formas misteriosas. Cuando la conocí, era una nómada incorregible que arrastraba consigo como único equipaje sus penas y pesares; algunos de ellos, con nombre propio. En mi bagaje emocional no había espacio para nada más...