Capítulo 34

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Aquel día estaba sintiéndome de buen humor. Logré terminar con mis obligaciones de la mañana y tenía la tarde un poco despejada, así que decidí almorzar por fuera de la oficina. Busqué a David para que comiéramos juntos; él se sorprendió ante mi propuesta, pero aceptó gustoso. Fuimos a un restaurante de comida argentina ubicado a dos calles de la empresa que no conocía hasta el momento. Allí, estuvimos a gusto comiendo y conversando.

Debido a nuestras apretadas agendas, llevábamos unas semanas sin hablar. Nos actualizamos sobre la vida del otro. David me contó que estaba saliendo con un chico y que parecía ser serio. Incluso, hizo una broma sobre tener un plus one para mi boda. Mis gestos ante aquel comentario debieron delatarme porque me preguntó si seguía en pie. Intercambiamos de roles: yo le conté de forma resumida lo que había pasado con Marianne y él me escuchó atento. Al acabar, me preguntó qué pasaría con Alejandro, a lo que no supe qué responder. A decir verdad, me había estado preguntando lo mismo. Pospuse la respuesta a esa pregunta durante mucho tiempo, pero pronto debía tomar una decisión. A unas semanas de la boda, el tiempo apremiaba.

Pese a ello, disfruté nuestro almuerzo, la comida recién hecha, el ambiente del restaurante, todo. En definitiva, tenía su encanto comer observando otros rostros en lugar de la pantalla de mi ordenador. De vuelta a la empresa, me pregunté por qué no lo hacía más a menudo. Cuando el ascensor me dejó en mi piso, Sara se colocó de pie para recibirme. Me acerqué para regalarle un alfajor que compré. Ella me agradeció, pero por su rostro, sabía que tenía malas noticias.

—¿Todo bien, Sara? —le pregunté.

—La señora Habib está esperándola.

Un sabor amargo bajó por mi garganta. Fingí una sonrisa y le di la espalda para caminar a mi oficina, entonces aproveché para torcer los ojos. Al abrir la puerta, me encontré con que mi suegra estaba sentada en mi lado del escritorio usando mi ordenador. Su ceño fruncido y su boca estirada me hicieron anticipar lo peor. Me acerqué a ella, pero permanecí de pie. Traté de aparentar calma.

—¿Pasó algo? —le pregunté.

Giró la pantalla para mostrarme lo que ella estaba viendo. Era una foto mía del domingo pasado: estaba sentada bajo un árbol, comiendo un sándwich y riéndome junto a Marianne. Tragué saliva y mantuve la compostura. Esperé a que dijera algo.

—Un pueblerino la hizo viral en Twitter —dijo con desdén—. Te agradece por haber hecho posible la construcción de casas tras una inundación. No sabía que te interesara tanto la beneficencia.

—Puedo hacer lo que quiera con mi tiempo libre, ¿no?

—¿Por qué no nos informaste?

—No lo creí necesario —me mantuve firme.

—¡Eres la cara de la empresa! La gente lo está vinculando a Habib y Asociados. Esa mujer —señaló a Marianne— dirige una fundación que participó en nuestra convocatoria y no quedó seleccionada. ¿Te das cuenta de lo mal que se ve?

—Gestioné todo con mis propios recursos.

—Pero usaste los contactos de la empresa —siguió reclamando—. Nuestros clientes y proveedores...

—No forcé a nadie a ayudar —la interrumpí—. Un río se desbordó y cientos de personas perdieron sus hogares. No podía quedarme sin hacer nada. Además, no fui como gerente de la empresa, fui como yo misma. Pedí explícitamente que no me tomaran fotos.

—Deberías recordar cuál es tu lugar —se levantó de la silla para quedar a la par de mí—. No eres la socia mayoritaria; yo sí. Cualquier decisión que pueda afectarnos, debe pasar por mí.

SERENDIPIA PARTE III: KATHELEENDonde viven las historias. Descúbrelo ahora