—Creo que ya es hora de que me vaya —me arrepentí tan pronto como esa frase salió de mi boca.
Katheleen exhaló con fuerza, luciendo algo decepcionada, pero se quedó en silencio. Sus gestos eran difíciles de leer; no tenía ni idea de qué iba a hacer a continuación. Por dentro rogaba que me pidiera que me quedara un rato más con ella.
—Tienes razón —murmuró. Agaché la cabeza y me resigné a irme, pero ella siguió hablando—. ¿Me acompañas a lavar las tazas?
—Por supuesto —respondí de inmediato. Cada minuto que pasaba a su lado era ganancia para mí.
Pasamos a la cocina. Allí, se apoyó en el lavavajillas y dejó correr el agua dentro de los pocillos restregando con vacilación. Se me pasó por la mente la posibilidad de que estuviese queriendo ganar un poco de tiempo, justo como yo. Desde donde estaba ubicada, aproveché para repasar su cuerpo con la mirada. La revolución en mi vientre se agravó a medida que imaginaba cómo se vería desnuda con la luz encendida.
Mientras lavaba los platos, un mechón se soltó de su oreja cayendo sobre su cara. Le debía incomodar, pero no hizo nada para quitárselo. Esperé unos cuantos segundos a la expectativa, entonces me armé de valor para acomodarlo por ella. Valiéndome de esa excusa, hice que la yema de mis dedos rozara su cuello y la parte de atrás de su oreja. Su espalda se arqueó enseguida. El sonido de la cerámica chocando contra el grifo hizo que tomara distancia.
—¿Estás bien? —susurré temerosa.
Ella asintió con la cabeza y siguió en lo suyo. Ahora sus hombros estaban más relajados, como haciéndole espacio a mis manos. Apreté mis labios deseando estar en lo correcto. De haber malinterpretado la situación, la relación que tanto me costó construir con Katheleen se arruinaría para siempre. A esas alturas era como jugárselas en un todo o nada, pero algo en mis entrañas me gritaba que las dos deseábamos lo mismo. Decidí arriesgarme acariciando su brazo, pero manteniendo la cautela. Subí despacio tomando un desvío a sus clavículas hasta que me acerqué a su garganta. Sus latidos acelerados eran notorios, aunque a duras penas podrían igualar a los míos.
Para mi fortuna, ella inclinó su cabeza abriéndome paso a toda la extensión de su cuello. Ahora, más segura que antes, abarqué con mi palma toda la zona de su oreja. Sus vellos se erizaron. Entonces pegué mi cuerpo al suyo y la agarré por la cintura. Acerqué mi boca a su piel descubierta, pero me detuve antes de tocarla; lo único que podía sentir era el calor de mi respiración. Ella se estremeció al sentirme tan cerca. Cerró el grifo y dejó los pocillos sobre el lavabo, pero se quedó en la posición que estaba. Aprecié el dulce olor de su perfume.
Cuando me aproximé a besarle el cuello, se giró quedando frente a frente conmigo. Apoyé mis manos en la mesa dejándola en el medio. Nos mirábamos en completo silencio. En sus ojos podía ver lo mucho que le costaba contenerse. Sin embargo, lo intentaba. Todavía estaba luchando contra el deseo. En ese momento, cualquier cosa era posible. Tras unos segundos que se sintieron eternos, sus manos se posaron en mi rostro. Cerré los ojos apenas sentí el suave contacto de sus dedos buscando cabida entre mi oreja y mi cabello. Llegado a ese punto, lo único que deseaba era que me besara de una vez.
A medida que el tiempo transcurría, mis ganas se acrecentaban. No quería pasar ni un solo segundo más lejos de ella, así que sucumbí ante la tentación y me lancé en busca de su boca. Cuando por fin nuestros labios se juntaron, el mundo entero fuera de su apartamento, así como lo que precedía a ese encuentro y lo que le seguía, dejó de importar. Nuestras bocas firmaron la sentencia por nosotras.
En medio de besos desenfrenados, pasamos del lavabo al comedor golpeando algunos trastes en el camino. La ropa no tardó en hacernos estorbo. Katheleen atinó a desabrocharme los botones del pantalón. Tomé distancia para quitármelo por completo y deshacerme de mis zapatos mientras observaba, embelesada, cómo ella se desvestía: sus movimientos eran armónicos y delicados. Su ropa interior blanca y a juego me indicaba que sabía desde el inicio que íbamos a terminar así; sólo estaba intentando prolongar lo inevitable.
Caminó con gracia cortando de nuevo la distancia entre nosotras. Pasé mis manos por su espalda sujetándola con firmeza: no quería que se alejara. Ella me correspondió el abrazo apoyando su cabeza en mi pecho durante algunos segundos, entonces se separó y me miró a los ojos. Sus manos se colaron debajo de mi blusa recordándome que ésta sobraba. Mientras me la quitaba, sus uñas pasaron desde mis costillas hasta mi espalda llevándose consigo mi sujetador. Una vez que mis senos quedaron libres, jugó con mis pezones erectos y, sin perder más tiempo, su lengua los reemplazó en la labor.
Volvió a mi boca y, tras algunos besos, aproveché para hacer que diera media vuelta. Agarré sus brazos, los acomodé en su espalda y la apoyé contra el mesón de mármol. Con un brazo la sujetaba por sus muñecas para que no se soltara y con el otro acariciaba el contorno de sus nalgas. Pasé mi dedo por los hilos de tanga dándole un pequeño latigazo con el elástico. Katheleen soltó un quejido ronco y separó las piernas. Acaricié la fina tela bajando por su culo. Al llegar a su vagina, descubrí que sus fluidos habían empapado la tanga. Una sonrisa me invadió. La cantidad de su humedad era mucha para el escaso tiempo que llevábamos tocándonos y besándonos.
—Sabías que esto iba a pasar, ¿cierto? —susurré en su oído.
Evocó una risita pícara.
—¿Acaso tú no? Cuando estamos solas, termina así.
Hice que abriera aún más las piernas y me arrodillé ocupando un espacio entre ellas. Deslicé sus bragas por sus tersos y suaves muslos hasta que cayeron junto a la planta de sus pies. Entonces le separé las nalgas y pasé mi lengua sobre su ano. Ella, de inmediato, acarició mi cabeza acercándome más. Al cabo de un rato, me distancié para mojar mis dedos con saliva. Acaricié esa zona con delicadeza a la vez que mi lengua bajaba buscando el orificio de su vagina.
Katheleen me detuvo para subirse al mesón. Cuando me coloqué de pie, la encontré con las piernas abiertas. Sus pies y manos estaban apoyadas sobre el mismo lugar donde comía a diario; ahora me estaba dando un festín a mí. Llené mis dedos con sus fluidos y me los llevé hasta la boca saboreándolos con gusto; ella se mordió los labios al ver tal espectáculo. Esbocé una ligera sonrisa a medio lado y acomodé mi cabeza entre sus piernas. Vacilé pasando mi lengua por la extensión de sus labios mayores. Por la manera en que su vagina se contraía y los movimientos que su pelvis hacía, sabía que estaba desesperada.
—Por favor, hazlo —me rogó.
Me alcé para quedar a la altura de su rostro. Acomodé mis manos alrededor de su cuello y la miré a los ojos.
—Dime qué quieres que haga.
Puso los ojos en blanco y ahogó un gemido.
—Que me comas hasta que me venga —murmuró.
—No será un problema.
Bajé dejando un rastro de besos y mordidas entre sus senos y su abdomen. Al llegar a su vagina, separé sus labios mayores y empecé a lamer su clítoris con delicadeza. Pronunció unos cuantos gemidos a la vez que intentaba acaparar los mechones de cabello despeinados que cubrían mi cara. Alcé la mirada: sus ojos atentos, su boca entreabierta y su expresión desbordada del placer eran invaluables. Sus esfuerzos por mantener la compostura cada vez eran menores.
Abarqué su clítoris con mis labios y empecé a cerrarlos y abrirlos como si estuviera dándole besos. Su espalda arqueada y sus músculos tensos me indicaban que iba por buen camino. Incorporé unas suaves succionadas a la vez que movía mi lengua en la punta de su clítoris. Ahora sus gemidos eran descarados y me miraba desde arriba como si no pudiese creer lo que le estaba haciendo con mi boca.
Finalmente la tenía cómo y dónde quería. Mis mejillas y mi nariz estaban embarradas de sus fluidos, pero ella me sujetaba exigiendo que no me despegara de su vagina. Estaba a punto de venirse, por lo que aumenté empecé a mover mi cara aumentando la intensidad del oral. Entonces tensionó sus muslos y dejó caer la espalda en el mesón. Su cuerpo se contrajo en sintonía con un gran último gemido. Me aparté para contemplar lo que había causado: su culo estaba empapado y su clítoris aumentó de tamaño. Pronto, Katheleen elevó su tronco y buscó mi boca. Me dio un beso apasionado que acabó pasando su lengua por el contorno de mis labios y mis mejillas.
—Eso fue increíble —dijo con una sonrisa.
Su respiración todavía estaba agitada.
—¿Fue? Aún no he acabado contigo.
Negó con la cabeza.
—Ahora quiero complacerte.
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SERENDIPIA PARTE III: KATHELEEN
Storie d'amoreA veces el amor germina de formas misteriosas. Cuando la conocí, era una nómada incorregible que arrastraba consigo como único equipaje sus penas y pesares; algunos de ellos, con nombre propio. En mi bagaje emocional no había espacio para nada más...