Capítulo 39

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Dos días después.

Eric entró cargando una bolsa de tela llena de víveres hasta el tope. Me acerqué para ayudarlo. La colocamos sobre la mesa que habíamos improvisado como comedor desde el lunes. Sacamos uno por uno los productos. En su mayoría se trataba de pasabocas, latas y bandejas de comida precalentada. Él las organizó bajo su propio sistema, aunque terminó ocupando todo el espacio. Había mucha comida. Supuse que era por la reunión ya que algunos se quedarían acompañándonos hasta tarde, pero seguía pareciéndome excesivo.

—Puedes tomar lo que quieras cuando quieras —sacó dos envases de un litro de helado y me entregó uno—. Esto es para ahora.

—Gracias —esbocé una débil sonrisa.

Tomamos una cuchara y pasamos a los sofás inflables.

—No sé cómo voy a pagarte lo que has hecho por mí —dije.

—No es nada —aseguró.

—Pero el dinero del hotel...

—No te preocupes por eso —me interrumpió.

Nos recostamos en los pufs y nos limitamos a comer helado. Miré hacia el techo. Las luces y su reflejo sobre las barras de metal me deslumbraron por un momento. Eric intentó que la bodega se sintiera acogedora, pero el olor a industria y el color gris predominante no ayudaban. No se trataba de una reunión festiva o algo que ameritara tantas molestias, pero imaginé que era más fácil para él matar tiempo enfocándose en los preparativos, que pensando como tal en la guerra mediática que estábamos por empezar.

—¿Cómo te has sentido? —me preguntó.

Me quedé callada. Aquellas cuatro palabras me hicieron pensar en los sentimientos que estaba evitando lidiar. Mi ruptura con Katheleen, el asunto con Charles, los secretos que tenía ante mis amigas... Todo se sentía como una zozobra interminable. Empecé a sentir un dolor en el pecho. Sacudí la cabeza conteniéndome.

—Sólo... quiero que esto se termine rápido —murmuré—. Estoy cansada de mentir y esconderme.

—¿Qué le dijiste a tus amigas?

—Que mi mamá y yo nos íbamos de viaje a un pueblo sin señal.

—¿Y a Katheleen?

—Nada —solté un suspiro—. La última vez que hablamos fue el lunes, horas antes de que te pidiera que pasaras a buscarme en el hotel. Desde entonces mi celular está apagado.

—¿Quieres hacerlo? —me propuso—. No creo que haga daño una llamada de cinco minutos. Puedo instalar en tu teléfono un programa que desvié la ubicación.

Negué con la cabeza.

—Terminamos; esta vez es en serio —mis ojos se humedecieron. Desvié la mirada a una esquina—. Sólo quiero estar de regreso en el pueblo con los chicos, mis amigas, mis plantas, y... no saber nada de la Capital nunca más. Ella era lo único que me hacía querer quedarme. Ahora que lo nuestro es un callejón sin salida... —dejé la frase sin terminar. No quería pensar en ello. Al menos no todavía.

—Sé que debe ser duro estar lejos de casa, sobre todo con lo que vamos a hacer. Sólo quiero que sepas que no estás sola.

—Gracias —evoqué una sonrisa.

—De todas maneras, si necesitas hablar con alguien más, la oferta está sobre la mesa: para Katheleen o tus amigas.

Me llevé una cucharada de helado a la boca.

—En estos últimos meses, he extrañado a las drogas más de lo que lo he hecho en años —comenté—. Todas estas emociones; desamor, miedo, ansiedad, despecho... No son fáciles de lidiar sin ellas.

SERENDIPIA PARTE III: KATHELEENDonde viven las historias. Descúbrelo ahora