Mis ojos empezaron a sentirse pesados. La imagen repetitiva de la carretera en línea recta y el silencio de la madrugada estaban haciendo sus estragos. Miré de reojo a Marianne: estaba plácidamente dormida desde hace unas horas. Verla así de serena, después de ese ataque de pánico que tuvo, me daba algo de alivio, aunque fuese momentáneo. Pasé un gran susto viéndola tan pálida como el papel, hiperventilando y empapada en sudor. Lo peor de todo era ser consciente de que eso podía ser un abrebocas. No era para menos. Se avecinaban situaciones difíciles que dispararían sus antiguos traumas, pero esa vez no estaba todo en su cabeza. La reacción que su cuerpo tenía, frente a tantos peligros potenciales y amenazas reales, era apenas normal.
La verdad era que no tenía la menor idea de lo que iba a pasar. El futuro se asemejaba a una hoja en blanco llena de enigmas invisibles. Dejando de lado el asunto de Charles Waldorf, que de por sí ya era mucho por desarrollar, tenía muchas dudas sobre lo que sucedería conmigo, con mi carrera y con mi círculo social cuando la cancelación de la boda se hiciera de conocimiento público. La insistencia tanto de Alejandro como su mamá me dejó en claro que iba a ser un escándalo mucho más grande de lo que anticipé. En cuestión de días, mi celular reventaría a punta de llamadas y mensajes de texto de falsos amigos buscando la primicia, conocidos de la alta alcurnia bajo la influencia de Katherine y mi propia madre, quien no dudaría mostrarme todo su desprecio por la decisión que tomé.
Teniendo en cuenta la cantidad de cosas que viví en las últimas veinticuatro horas y lo que estaba por acontecer, era mucho más fácil conformarme con la vida que tenía: gerente y futura accionista de una gran empresa, prometida del dueño y con un futuro por delante. Aun así, ese escenario de apariencia perfecta de alguna forma se sentía mal. Por primera vez desde hace mucho tiempo me desvié de los planes que con tanto cuidado estructuré. Sin embargo, estaba satisfecha con mis decisiones. Dejar a Alejandro y la empresa era lo debía hacer para buscar mi felicidad genuina. Y ese viaje lejos de la Capital, aunque en medio de las peores circunstancias, significaba la pausa que necesitaba hacer mientras descifraba cómo encontrarla.
Miré el reloj: eran las tres y quince. Tenía mucho sueño. Por suerte, tanto el GPS como las señalizaciones de la carretera indicaban que faltaba poco para llegar. Unos kilómetros adelante, pude vislumbrar el cartel de desvío con el nombre de la ciudad que escogimos. Hofén era una ciudad principal, pero tenía poco flujo turístico. Era lo suficiente movida y ajetreada como para que pasáramos desapercibidas entre la multitud, sin embargo, era lo suficiente quieta y tranquila como para escapar del ojo público y el ruido mediático. Ninguna había estado allí antes, pero creíamos que era la mejor opción. Cuando entramos a la ciudad, Marianne se despertó.
—Dios, me quedé dormida —se restregó los ojos con las manos y miró la hora—. Lo siento, pensé que sería una siesta.
—Tranquila —puse mi mano en su pierna y le di dos golpecitos—. Me alegra que hayas podido dormir.
—¿Cómo estás tú? —me preguntó.
—Con algo de sueño —contuve un bostezo—. Ya llegamos.
Juntas recorrimos las calles de esa ciudad desconocida intentando encontrar un buen lugar donde detenernos para pasar el resto de la noche. Marianne me convenció de no ir a un hotel de renombre, por más vigilancia y cámaras de seguridad que tuviera; en lugar de eso, buscábamos un hostal de paso junto a la carretera. Aquellos albergues no solían pedir documentación para registrarse, lo cual nos venía bien para mantenernos en el anonimato. Al cabo de un rato, nos topamos con un establecimiento llamado El Faro.
Me coloqué frente al portón del parqueadero y soné la bocina avisando de nuestra presencia. Un señor de edad mediana salió de una caseta para abrirnos, pero al notar el modelo del auto, se detuvo y se quedó examinándonos durante varios segundos. Debía pensar que estábamos perdidas. Le hice una seña con el brazo indicándole que queríamos entrar; entonces reaccionó y nos abrió la puerta. Ingresé el carro y descubrí que el único lugar disponible para parquear era entre una camioneta sucia de lodo y un pequeño camión de carga. Mientras manejaba en reversa para ocupar el espacio, rogué que nada le pasara a mi Mercedes, aunque era poco probable. Una vez nos bajamos, abrimos el maletero y sacamos nuestras cosas.
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SERENDIPIA PARTE III: KATHELEEN
RomanceA veces el amor germina de formas misteriosas. Cuando la conocí, era una nómada incorregible que arrastraba consigo como único equipaje sus penas y pesares; algunos de ellos, con nombre propio. En mi bagaje emocional no había espacio para nada más...