A las ocho y media de la noche ya estaba en casa. Había sido una semana agotadora y lo único que quería era quedarme bajo las sábanas. En el televisor se proyectaba una serie a la que no le estaba prestando atención. Mis propios pensamientos me acaparaban. Ese día tuve que tomar una decisión que, pese a que sabía que era lo más indicado, me costaba más de lo que pensaba. Los informes del trabajo de campo en las fundaciones reposaban sobre el escritorio de mi suegra y no había nada que pudiera hacer. El lunes los expondría ante la Junta Directiva, pero por lo menos durante el fin de semana podía descansar.
Intenté enfocar mi atención en el televisor, pero al cabo de unos minutos terminé apagándolo. Agarré mi celular y, por cuarta vez, me quedé observando el contacto de Marianne acercando la yema de mi dedo a las opciones de escribir mensaje y llamar. Después de la noche anterior quería saber cómo estaba. El problema era que hablar con ella significaba contarle lo que decidí respecto a Sinestesia a tan solo doce horas de que se abriera conmigo y me contara sus peores miedos.
Aparté mi teléfono y me quedé mirando al techo. En esa lucha de impulsos no sabía cuál pesaba más. Era un hecho que debía enterarse por mí; la pregunta era si ese era el momento oportuno para hacerlo. Estaba tan frágil y desconsolada la última vez que la vi. Para mi suerte o desgracia, la encrucijada salió de mi voluntad para quedar en manos del destino, el azar o lo que sea. En medio de la oscuridad, la pantalla de mi teléfono se iluminó. Me incliné para agarrarlo y comprobé lo que me temía: Marianne me estaba llamando.
—¿Aló? —contesté tras unos segundos.
—Hola, Katheleen. ¿Cómo estás?
—Bueno... bien —respondí extrañada—. ¿Cómo estás tú?
—Un poco más tranquila que ayer. Yo... quisiera agradecerte por haberme acompañado anoche.
—No es nada.
—Sí que lo fue. Con mis amigas en el pueblo, no tenía nadie más a quien acudir —me explicó en tono apacible—. Tengo algo para ti; en realidad es una tontada. Quería saber si puedo dejártelo en recepción.
—Ya estoy en casa —una idea cruzó por mi cabeza y salió por mi boca con tal rapidez que no me detuve a meditar las consecuencias—. Puedes traerlo acá si quieres. Y de paso aprovecho para devolverte los artículos que me prestaste —me excusé.
—Suena bien. ¿Me envías la dirección?
—Vale —colgué.
Lancé una maldición al mismo tiempo que le mandaba un mensaje con mi ubicación. Entonces me levanté de la cama y abrí mi armario. Busqué algo que ponerme para reemplazar mi pijama. Primero probé con un suéter ancho y unos pantalones de yoga. Me miré al espejo y descarté el atuendo enseguida. Era cómodo, pero desaparecía toda mi figura. Tras varias combinaciones, acabé escogiendo una camisa blanca que terminaba a la par de mi ombligo y un short de tela tiro alto que acentuaba mi cintura. Me recogí mi cabello con una cola desprolija y volví a analizar mi apariencia en el espejo.
Quería verme casual y tranquila, como si no me hubiese molestado en levantarme de la cama cuando supe que iba a ir a mi apartamento, aunque la realidad fuera otra. Me llegué a preguntar por qué me sentía de esa forma, pero prefería no saber la respuesta. Intenté enfocarme en otras cosas. Aunque lo lograba durante algunos minutos, mi mente siempre se redirigía a lo que pasaría más tarde.
Aquella visita no iba a pasar de la puerta y, como mucho, duraría quince minutos; esos eran mis límites. Sin embargo, cuando el portero llamó para anunciarla, mi autoconfianza empezó a flaquear. Examiné la sala con un rápido vistazo. Acomodé algunos cojines y me aseguré de que todo estuviera en orden. Era la primera vez que conocía mi apartamento, y aunque sólo lo vería desde la entrada, debía causar una buena impresión en ella. Pronto escuché los toquidos en la puerta. Mi corazón latía cada vez más rápido a medida que atravesaba ese pasillo que nunca antes se sintió tan largo. Tomé aire y giré la perilla.
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SERENDIPIA PARTE III: KATHELEEN
RomanceA veces el amor germina de formas misteriosas. Cuando la conocí, era una nómada incorregible que arrastraba consigo como único equipaje sus penas y pesares; algunos de ellos, con nombre propio. En mi bagaje emocional no había espacio para nada más...