Entretanto manejaba en dirección a su apartamento, Katheleen me contó que había empezado a buscar ciudades para nuestra escapada. Se explayó hablando sobre las opciones y explicando los pros, los contras y las inquietudes que tenía. Parecía haber contemplado una alternativa para cada posibilidad. Nunca antes había vivido algo remotamente parecido, por lo que supuse que tener todo bajo control era su forma de lidiar con esa situación. Sin embargo, el bombardeo de información que me daba me empujó a crear una vertiente negativa para cada uno de los escenarios. No dije nada para no asustarla, pero poco a poco me fui distanciando de la plática hasta quedarme en silencio.
Necesitaba salir de mi cabeza, así que me esforcé por enfocar mi atención en la carretera. La penumbra de la noche tomó posesión del firmamento. La concurrencia de vehículos y transeúntes era escasa, tal vez porque era domingo y porque faltaba poco para las ocho. No había mucho con que distraerse salvo por las luces que se reflejaban en las señales de tráfico y las farolas de los otros pocos carros. Bajé la vista hacia mis pies en el instante que me hice consciente de una sensación de hormigueo que se extendía desde la punta de mis dedos. Sacudí la cabeza y volví a mirar al frente. Por alguna razón, las luces antes tenues ahora se me hacían estrepitosas y cegadoras.
—Te acabas de pasar —Katheleen me avisó.
—¿Uh? —alcancé a reaccionar.
—Dobla a la izquierda y baja una calle.
Seguí sus órdenes en silencio.
Al regresar a la misma calle, me señaló su edificio. Entonces bajó la ventana para que el portero viera a través de las cámaras y abriera las puertas del parqueadero. Bajo sus instrucciones me estacioné en uno de los espacios para visitantes; más tarde decidiríamos qué hacer con el auto de Eric. Apenas nos detuvimos, abrió la puerta y se bajó del vehículo. Agarré mi maleta y traté de seguirla, pero caminó con tanta prisa que me quedé atrás. La vi oprimir el botón del elevador varias veces. Se movía rápido y con tanto afán. Yo, por el contrario, estaba caminando a una velocidad reducida como si en cualquier momento pudiera perder el equilibrio. Con cada paso que daba, las alteraciones de mi cuerpo y mis sentidos se hacían acentuaban.
—Vamos —sostuvo el ascensor esperándome.
Ingresé al aparato algo dubitativa. Katheleen oprimió el piso de su apartamento y las puertas se cerraron. Repasé con la mirada, pero sin mover la cabeza, las paredes metálicas algo confundida. Ella, aún sin darse cuenta de mi estado, sostuvo mi mano y apoyó su cabeza en mi hombro. La cercanía y el contacto de su piel, por más sutil que fuera, logró aminorar la sensación de desrealización, aunque no por mucho tiempo. Cuando llegamos a su piso, me soltó y se apresuró a abrir la puerta de su apartamento.
Una vez adentro, tiró las llaves en una mesa de madera y se dirigió a su habitación. La seguí limitándome a ver lo que hacía. Katheleen se agachó para sacar una maleta grande debajo de su cama y la lanzó al colchón haciendo que rebotara sobre la superficie. Entonces abrió su clóset de par en par y empezó a sacar ropa sin discriminar. Una pila enorme de prendas desordenadas se formó en cuestión de minutos. Enfoqué mi mirada en la maleta y, al cabo de unos segundos, todo lo que la rodeaba se tornó borroso. Un recuerdo ocupó mi mente; pude verlo casi como si estuviera pasando de nuevo. Se trataba de Dhasia haciendo maletas desesperada. Me alejé del colchón echándome hacia atrás hasta que mi espalda impactó contra la pared.
Cerré mis ojos con fuerza, pero los recuerdos vívidos no cesaban. Ahora me encontraba manejando en medio de la noche, entre calles deshabitadas, con las luces apagadas y una sensación en mi estómago que anticipaba el fatídico desenlace. Me estacioné frente a la fábrica abandonada; desde abajo pude ver a Dhasia de espaldas y parada en el borde del edificio. Abrí los ojos. Sentía que se me cerraba la garganta y me faltaba el oxígeno, por lo que empecé a respirar con tanta fuerza como mis pulmones me permitían.
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SERENDIPIA PARTE III: KATHELEEN
RomanceA veces el amor germina de formas misteriosas. Cuando la conocí, era una nómada incorregible que arrastraba consigo como único equipaje sus penas y pesares; algunos de ellos, con nombre propio. En mi bagaje emocional no había espacio para nada más...