Recibí una llamada que me hizo salir del museo enseguida. Era mi mamá; con la voz entrecortada y algo afanada, me contó que mi papá había empeorado. Los médicos le aconsejaron reunir a toda la familia para que nos despidiéramos. El tiempo que necesitaba tomarme para decidir, los debates conmigo misma y mis emociones ambivalentes se redujeron a sesenta segundos que tardé en detener un taxi. En la parte trasera, intenté mantener la compostura: alternaba entre morderme las uñas, agitar mis piernas y luchar por contener lo anterior. Le pedí al conductor que manejara más rápido sin darle más detalles. Él señor me hizo caso hasta donde los trancones se lo permitían. A menudo me ofrecía consuelo diciendo que faltaba poco para llegar.
Media hora después, llegamos al hospital. Me bajé del vehículo con prisa y caminé a paso rápido hacia las instalaciones. Para mi asombro, me encontré rogando haber llegado a tiempo. Le envié un mensaje de texto a mi mamá avisándole que ya estaba allí. Justo cuando me iba a acercar a la recepción, la vi saliendo por la puerta de hospitalización. Apenas me vio, sus gestos se ablandaron manifestando un toque de alivio disonante a las circunstancias. A su lado, sosteniendo su mano, estaba el niño. Su semblante estaba desanimado, pero se veía calmado. Parecía que no entendía la magnitud de lo que estaba pasando.
—¡Marianne! —me abrazó—. ¡Gracias al cielo!
—¿Llegué a tiempo?
Asintió y tomó mi mano.
—Vamos, hija.
Ingresamos a la unidad de hospitalizaciones. En completo silencio, seguí a mi mamá a través de un largo pasillo. Tomamos un ascensor y noté que oprimió el botón del cuarto piso. Había tantas preguntas que quería hacerle, pero de mi boca no se escapaba ni un solo sonido. Al llegar a nuestro destino, mi corazón dio un salto. No sabía cuál era el número de la habitación, así que me limité a caminar detrás de ellos mientras que miraba, con los nervios de punta, como el conteo en las puertas aumentaba. El aire estéril y lúgubre me dio la sensación de que ese pasillo sería eterno, pero pronto mis acompañantes se detuvieron frente a la habitación 409. Mi mamá se giró para verme.
—¿Puedes esperar un momento aquí? —me preguntó—. No estaba segura de que ibas a venir, así que no le he contado.
Asentí todavía sin encontrar el habla. Ella acarició mi mejilla con delicadeza y le dio un beso al niño en la frente, como diciéndonos que todo estaría bien. Entonces giró la perilla de la puerta, entró a la habitación y desapareció de nuestra vista. El niño me miró fijamente esperando que, al ser la adulta remanente, tomara las riendas. Con una vaga seña, le indiqué que nos sentáramos en unas sillas que estaban ubicadas junto a la puerta. Agaché la mirada y observé como sus pies pequeños se balanceaban en el aire.
—Mi mamá me dijo que eres mi hermana.
—Es verdad —atiné a decir.
—No sabía que tenía hermanos.
—Yo tampoco —murmuré para mí misma.
—Siempre quise tener hermanos, pero eres muy grande. ¿Por qué no te conocía? ¿Dónde estabas?
—Bueno... es que vivo muy lejos.
—¿En otro país?
—En otra ciudad.
Se quedó en silencio. Lo miré de reojo y descubrí que batallaba por abrir el cierre de su mochila. Solté un suspiro y estiré mi mano para ayudarlo. Del interior sacó una bolsa con galletas, tomó una y la partió sin mucho cuidado. Me ofreció una mitad. Se la recibí a pesar de que tenía el estómago demasiado revuelto como para comer algo. Su calma y entereza me llamaron la atención. Parecía que estaba equivocada. A lo mejor si entendía lo que estaba pasando, pero estaba acostumbrado a estar en hospitales y consultorios médicos.
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SERENDIPIA PARTE III: KATHELEEN
RomanceA veces el amor germina de formas misteriosas. Cuando la conocí, era una nómada incorregible que arrastraba consigo como único equipaje sus penas y pesares; algunos de ellos, con nombre propio. En mi bagaje emocional no había espacio para nada más...