Esa llamada de seis minutos y veinte segundos marcó un punto de inflexión. Durante los siguientes días pude ser testigo de cómo mejoró el semblante de Marianne. Aún seguía dando sobresaltos cada vez que escuchaba algún ruido fuerte, pero por lo menos no estaba alerta la mayoría del tiempo. Empezó a comer sin que le insistiera e incluso escogía su propio plato. Parecería algo simple y pequeño, pero después de verla tocar fondo en lo más bajo de su estado de ánimo, no había nada que me hiciera más feliz que presenciar como poco a poco se colocaba de pie de nuevo.
Sin lugar a dudas, el gran impulsor ocurrió el día que las promesas de Eric se cumplieron. Encendimos el televisor, como era habitual al mediodía, y nos topamos con que la primicia, sin importar el canal de procedencia, era la detención de Charles Waldorf. Los escándalos que los medios trataban de rumores se convirtieron en un sólido caso legal que tenía todas las de ganar. Y no sólo eso: también era posible que se tomaran acciones contra otros políticos involucrados. Al presidente de la nación no le quedó de otra que pronunciarse públicamente. Si bien manifestaba su apoyo y solidaridad a las víctimas, negaba lo demás e insistía en que era una manzana podrida en el inmaculado cesto del gobierno. Era evidente que su teatro populista sólo era una estrategia para ganar la simpatía de los ciudadanos y restar fuerza a las protestas. Aun así, celebramos la pequeña victoria.
Marianne no era la única que anhelaba esa resolución; en el fondo yo también la necesitaba. Desde esa noche que nos escapamos de la Capital, supe que tenía que ser fuerte por las dos, pero jamás imaginé cuánto me costaría. Día a día luchaba con la sensación de impotencia por ver a la persona que amaba tener pesadillas y ataques de pánico, y no poder hacer nada más que consolarla. Cada vez que me contaba sus peores miedos, muchos de ellos justificados, tenía que desestimarlos de dientes para afuera mientras que en mi cabeza hacían eco. Ahora, con Charles Waldorf tras las rejas y una nación que demandaba su cabeza, podía empezar a sentir verdadero alivio.
Aún faltaba para que volviéramos a nuestras vidas cotidianas, pero era un pequeño paso para sentirnos más normales. Con la sensación de seguridad, nuestra relación mejoró de forma considerable. Durante las mañanas desayunábamos juntas y por las noches veíamos películas con las manos entrelazadas. A veces, incluso, me olvidaba por un instante de lo que estaba pasando fuera de esas cuatro paredes y sentía que éramos una pareja común y corriente. Las tardes las dedicábamos a trabajar. Fue bastante grato ver cómo Marianne quiso retomar por su propia cuenta su proyecto sobre la fundación; estaba recuperando la pasión que tenía por resolver el problema de las pocas oportunidades que tenían los chicos del pueblo. Mientras ella trabajaba por encontrar una solución, yo me enfocaba en cómo pasar a la realidad la idea de negocio que quería empezar desde cero.
La posibilidad de mi propia consultoría de gestión empresarial era aterradora; había mucho que debía hacer y teniendo a los Habib en mi contra, perdería muchos contactos. La alternativa, sin embargo, no era mejor. Ninguna empresa importante me iba a contratar; con la gran cantidad de calumnias que mi ex suegra debía haber dicho sobre mí, en la alta sociedad estaría por siempre marcada como la oportunista que dejó en el altar a Alejandro Habib. Aunque lograra conseguir un trabajo, tendría que rendirle cuentas a un jefe, tal vez peor que ella, ajustarme a nuevos protocolos y seguir horarios desgastantes. Debía reconocer, además, que había algo emocionante en la idea de ser mi propia jefa, hacer lo que mejor hacía y trabajar cómo yo quería.
Aquella tarde estaba trabajando en definir los servicios que podía ofrecer y perfilar una lista de organizaciones a las que les podría ser de ayuda. Marianne estaba sentada a mi lado escribiendo en su libreta. Me di cuenta de que a menudo se detenía para mirarme, pero enseguida retomaba lo que estaba haciendo sin decir nada. Analicé de reojo su comportamiento: estaba actuando raro. Temí que estuviera a punto de tener otra recaída o que me estuviera ocultando algo importante. De repente, cerró su libreta y se puso de pie.
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SERENDIPIA PARTE III: KATHELEEN
RomanceA veces el amor germina de formas misteriosas. Cuando la conocí, era una nómada incorregible que arrastraba consigo como único equipaje sus penas y pesares; algunos de ellos, con nombre propio. En mi bagaje emocional no había espacio para nada más...