Abrí mis ojos y suspiré aliviada. El día anterior, Katheleen me dejó en el hotel a eso de las nueve de la noche y estuve despierta, dando vueltas en la cama, hasta las dos. Tenía miedo de quedarme dormida y tener alguna pesadilla que me hiciera revivir con más detalles lo que alcancé a recordar durante esos segundos en la clínica. Por fortuna, esa noche no sucedió; de hecho, no soñé nada que pudiese recordar. Por lo menos ese día podía disfrutar de una pequeña victoria. Sin embargo, no me sentía por completo a salvo.
Aún en la cama, me estiré para alcanzar mi celular. Vi que eran las diez de la mañana. Me dediqué a revisar las notificaciones. Tenía tres llamadas perdidas de María José y un mensaje pidiendo que avisara cuando pudiese hablar. Mis amigas no conocían la verdadera razón de mi viaje. Les dije que iba a encontrarme con mi madre, pero aún no les había contado sobre la muerte de mi papá. Si de por sí me costaba poner en palabras mis emociones, las llamadas de cinco minutos con pésima señal tampoco se prestaban para ello.
Tampoco les había contado que Katheleen descubrió el granero y que la fundación estaba peligrando. En su lugar, tomé a escondidas algunos documentos y viejos diarios de registro esperando que no lo notaran. Odiaba estar en esa posición, pero sabía que era lo mejor por el momento. No quería que se preocuparan ni que tomaran acciones precipitadas contra Katheleen. Las cosas se podían arreglar. Confiaba en que ella guardaría el secreto y que, por mi lado, volvería a sentirme bien y estable. Es por eso que les respondí diciendo que estaba algo ocupada, pero que pronto estaría de regreso en el pueblo.
Habiendo solucionado eso, volví a la bandeja de entrada y abrí un mensaje de mi mamá preguntando cómo estaba. Pensé en responderle por escrito, pero después de lo que pasó, lo menos que se merecía era hablar al respecto por llamada. Me quedé bocarriba mirando al techo durante casi un minuto hasta que me decidí a llamar. Para mi sorpresa, ella contestó de inmediato.
—¿Marianne? —sonaba sorprendida.
—Hola, mamá. Llamaba para decirte que lamento haberme ido así. Yo.... —no sabía qué decir—. La situación disparó recuerdos en mí y necesitaba espacio.
—Oh, cariño, no tienes que disculparte. Más bien cuéntame cómo estás. Ayer nos quedamos preocupados por tu partida.
—Estoy mejor —dije para salir del paso—. ¿Cómo están ustedes?
—Bueno... Abel está triste, pero parece que se lo tomó mejor de lo que esperaba. Me contó lo que hablaron. Gracias por eso.
—No es nada —sonreí—. Es un buen chico.
—Ahora nos estamos preparando para el funeral —me contó.
—¿Cuándo será?
—Hoy a las dos de la tarde.
—¿Tan pronto?
—Tu papá dejó todos los preparativos hechos.
Me quedé en silencio.
—Es una ceremonia pequeña —me explicó—. No tienes que asistir si no te sientes bien.
—Entiendo. Me lo voy a pensar, ¿sí?
***
A las dos de la tarde estaba sentada en la parte de atrás de un carro. Bajé la mirada y contemplé mi vestimenta. Mis pantalones, mi camisa, mi chaqueta... todo era negro. Observé el reflejo de mi rostro en el espejo retrovisor: mis ojos estaban un poco hinchados por la falta de sueño y mi llanto. Recosté mi cabeza sobre el marco de la ventana y, mientras la brisa me despeinaba, me preguntaba si estaba lista para lo que iba a hacer. La sola idea de ver un féretro rodeado por personas llorando me revolvía el estómago y me daba náuseas. No tenía certeza de cómo iba a reaccionar cuando estuviese allá. Sin embargo, entre el riesgo que aquello suponía, una gran parte de mí deseaba hacerlo.
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SERENDIPIA PARTE III: KATHELEEN
RomanceA veces el amor germina de formas misteriosas. Cuando la conocí, era una nómada incorregible que arrastraba consigo como único equipaje sus penas y pesares; algunos de ellos, con nombre propio. En mi bagaje emocional no había espacio para nada más...