XXI • Derribando muros

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Aquella tarde, mientras todos se centraban en divertirse, Alice tomó una decisión: se alejaría de Lukyan, porque no podía asumir el peso de sus sentimientos. Desde que supo que la amaba, había tenido un miedo constante de que él se lo dijera y que ella no supiera qué decirle. Rechazarlo era una mala y aceptarlo también, porque ella no le quería de ese modo. Por desgracia, su corazón seguía ocupado por Alexander, y aunque a él eso le diera igual, el sentimiento se negaba a marcharse.

Por supuesto que Lukyan notó sus días de ausencia, cosa que le deprimió. A veces tenía la tentación de preguntarle a León, a Melanie o a Aimeé, pero siempre terminaba por mantener los labios apretados. En ese silencio, se forzaba a creer que Alice estaba muy ocupada y por ello no tenía tiempo para venir a la mansión, pero una parte de él le decía que estaba equivocado, y de inmediato recordaba aquella escena en aquel despacho. Ese momento en que sintió que Alice quería decirle que no lo quería.

De todos modos, Lukyan siguió saliendo a caminar al jardín todos los días. Ya podía caminar con naturalidad, aunque había veces, que al mínimo ruido se intimidaba y sentía que se paralizaban las piernas, pero eso solo era momentáneo.

Anastasia, su psicóloga, no se cansaba de alentarlo y reconocer sus esfuerzos y logros, pero Lukyan no lograba imaginarse el día en que abandonara los muros de aquella mansión, y mucho menos se imaginaba conversando con desconocidos. Siendo normal.

Pasó un mes y Alice continuó sin aparecer, y Lukyan no podía sentir mayor angustia. Era evidente que había decidido alejarse de él, cosa que no le extrañaba. Era un milagro que hubiera convivido con él durante todos aquellos años.

—¿Lukyan?

Cuando escuchó la voz de Emma, la jefa de las sirvientas, Lukyan se cubrió la cabeza con la manta y permaneció en silencio, rodeado de oscuridad, pese a que el sol radiaba con intensidad afuera.

—¿Lukyan, se encuentra bien? —Emma insistió en seguir golpeando con los nudillos, pero no obtuvo respuesta, por lo que fue a comunicárselo a León.

Al cabo de un rato, Lukyan escuchó a León preguntándole si se encontraba bien, mientras daba golpecitos en la puerta y al no obtener respuesta, bajó el pomo y abrió. Cuando se deparó con toda aquella oscuridad y con Lukyan encogido en la cama todo tapado, se le encogió el corazón.

—Lukyan, ya son las diez y cuarto, sabes que no es bueno quedarse hasta muy tarde en la cama —se sentó en el borde de la cama y apoyó la mano en su espalda.

—Siento molestarte, León —no pudo controlar el temblor de su voz, evidencia de que había estado llorando.

—No eres ninguna molestia, Lukyan, y lo sabes —León le hablaba con la misma dulzura que de costumbre. Era demasiado bueno con él, al igual que los demás, y le tenía muchísima paciencia.

Todos habían invertido años en él, lo habían apoyado sin pedir nada a cambio, excepto su bienestar, pero Lukyan no estaba bien ni nunca lo estaría. A veces, muy pocas veces, se había ilusionado con que sería así, pero en aquel momento no veía ningún punto de luz en su vida. Sabía que estaba condenado a vivir toda una vida de cierro, temiendo a lo desconocido.

—Emma, abra las persianas, por favor —le ordenó León.

Cuando la luz entró en la habitación, pese a que Lukyan tenía la cabeza cubierta, se removió incómodo. En aquellos momentos no quería ver la luz ni el exterior. Quería encerrarse, para imaginar que estaba de nuevo encerrado en aquella casa en medio del bosque, donde, pese a ser una mentira, se sintió protegido y rara vez se sintió infeliz. Aquel hombre le había usado, pero... Allí nunca sintió el sofoco que tenía clavado en el pecho desde que decidió salir de allí.

Coleccionista de desastres [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora