Epílogo

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JANE FROST


Todavía no he escuchado a ningún especialista llamar por su nombre a lo que me ocurre. Como si el hecho de no mencionarlo me mantuviera a salvo. Sí que lo he leído en algún informe: tengo un trastorno ansioso depresivo y otro mixto de la personalidad, lo que me provocó una depresión grave y me llevó un mes al psiquiátrico.

Otra palabra, "psiquiátrico", que por cierto nadie ha pronunciado en mi presencia, como si el hecho de no mencionarlo lo convirtiera en un lugar más habitable. Pero vayamos al principio de esta historia.

Desde pequeña soy una persona muy autoexigente, quizás eso se deba a lo estrictos que eran mis padres, a los problemas en casa, a la atención que quería ganarme, a querer ser mejor que los demás en los estudios porque no había nada en mí que destacara.

Con los años, la idea de que era una buena bailarina ocupó un gran espacio en mi mente hasta el punto en el que llegué a creérmelo y empecé a expresarme a través del baile. Creé mi propia vía de escape. Una pena que, en mi adolescencia ⸺la etapa macarra de las personas que nos lleva a tomar decisiones equivocadas⸺ no pensara tanto en las consecuencias de mis actos como lo hago ahora e hiciera algunas cosas indebidas que llevaron a mis progenitores a castigarme permanentemente sin el ballet.

Un gran vacío se instaló en mí y la inseguridad volvió de golpe. Además de estar en una etapa en la que los sentimientos eran difíciles de gestionar, las riñas en casa y el divorcio de mis padres hicieron que mi cabeza se convirtiera en un cúmulo de preocupaciones.

En esos tiempos creí que la mejor opción sería crear una coraza de indiferencia y falsa seguridad para que los demás no pudieran atacarme. Entre los 14 y 15 años comencé a identificar síntomas de ansiedad, sobre todo social. Me costaba mucho relacionarme con personas desconocidas, me conformaba con seguir a mi mejor amiga, además de que estar rodeada de más de tres me consumía mucha energía. En mi entorno eché en falta el respaldo necesario, puesto que sabía que mi única amiga no estaba de acuerdo con mi comportamiento y alegaba que solo estaba en busca de atención. Obviamente, la necesitaba, estaba pidiendo ayuda, pero estas respuestas hicieron que me saboteara a mí misma.

Años más tarde comencé a estudiar una carrera que no acababa de convencerme y tampoco hacía plenamente orgullosos a mis padres, pero para ellos nada era perfecto viniendo de su hija.

Me independicé a una casa no muy lejos de la de mis padres, pero al menos no tenía que estar aguantando sus quejas a cada hora.

El primer año fue increíble, estaba haciendo algo que poco a poco comenzaba a gustarme, conocí a mucha gente agradable y conseguí hacer uso de todo mi esfuerzo para sacar buenas notas y no agobiarme tanto con los resultados. Una pena que en el segundo año me di cuenta de que arrastraba las repercusiones psicológicas de mi pasado. Había días en que intentaba ser feliz, pero en otros era completamente imposible.

Conocí a un chico encantador que hizo que mi vida se volviera más miserable aún. Gracias a Dios logré escapar de sus garras he hice empleo de todo lo aprendido en la universidad para poder salvar a otras mujeres que estaban en la misma situación que yo.

Los medios no tardaron en compartir la noticia, es decir, tanto mi familia, como el centro en el que yo trabajaba se enteraron de lo ocurrido y me brindaron ayuda psicológica.

Mejoré poco a poco, pero los traumas y miedos seguían escondidos en alguna parte de mi cabecita y de vez en cuando se hacían presentes. Sin embargo, aprendí a controlarlos.

Siempre supe a lo que me exponía al tener un trabajo como agente en la ISAM, sabía que muchos otros acababan en deplorables condiciones o incluso muertos cuando se trataba de alguna misión arriesgada. Pero eso nunca me importó, yo solo quería ayudar a más personas inocentes como yo lo había sido en algún momento de mi vida. Así que me eligieron jefa de una misión importante en Alaska y no pude negarme.

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