Capítulo 1

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Dos meses después...

—¿Me puede dar un jarabe para la tos?

Elena puso los ojos en blanco mentalmente. Aquella era una petición de lo más común en una farmacia, pero siempre traía consigo una gran controversia. Una vez estuvo más de media hora discutiendo con una señora sobre el tipo de tos que tenía su hijo, de unos doce años, mientras el chaval la miraba avergonzado. Todo menos llevarlo al médico. ¿Para qué iban a ir a perder el tiempo en la consulta de un doctor cuando podían ir a una farmacia y esperar a que el farmacéutico de turno adivinase sus necesidades?

—¿Qué tipo de tos tiene? —preguntó, mientras miraba al cliente con una sonrisa amable.

—Tengo la misma tos que Pepe —respondió el señor, sin añadir nada más.

—¿Y quién es Pepe? —inquirió Elena, armándose de paciencia.

—Pepe es mi perro —aclaró el hombre y señaló al perrito marrón que lo esperaba obediente en la puerta.

Elena parpadeó.

—La última vez creo que me llevé uno que se llamaba Bitelchús —añadió el hombre, solícito.

Ella se mordió el labio en un intento por contener la risa. Miró de reojo a Lucía, una de sus compañeras y su mejor amiga, que en ese momento estaba a su lado en el mostrador, y vio que comenzaba a toser para disimular su hilaridad.

—¿Quiere decir Bisoltus?

—Eso.

—Vale, entonces debe de ser tos seca —concluyó, dejando sobre el mostrador la caja correspondiente.

El hombre, de unos setenta años, miró el jarabe con el ceño fruncido.

—No recuerdo cuánto tengo que tomar.

«Paciencia», se recordó.

—Bueno, lo ideal sería que su médico se lo indicase y, ya de paso, que también hubiese sido él el que le recetase un jarabe específico —señaló, sacando a relucir su faceta de enfermera mientras abría la caja y leía el prospecto—. La dosis para un adulto como usted es la que marca este vasito cada ocho horas —añadió, a la vez que se lo mostraba.

El anciano asintió, aunque luego puso cara de duda.

—Y si pesase unos diez kilos, ¿cuánto tendría que tomar?

Elena lo miró sin comprender.

—Señor Leandro, este jarabe es para personas —intervino Amparo, la propietaria de la farmacia, desde la otra punta del mostrador—. No puede dárselo a su perro.

El hombre asintió ruborizado, pagó el jarabe y se fue. En cuanto la puerta se cerró tras él, Elena miró a su jefa, azorada. Lo había calado en el acto.

—¿En serio se lo iba a dar a su perro?

—Después de tanto tiempo trabajando aquí, ¿de qué te sorprendes? —intervino Lucía.

—Y tened por seguro que compartirá el jarabe con el pobre Pepe —vaticinó Amparo—. Por mucho que les digamos la gente termina haciendo lo que quiere.

Le gustaba su jefa. Amparo Suárez era una mujer enérgica, trabajadora y muy organizada. Tenía sesenta años, era viuda y venía de una acaudalada familia de farmacéuticos. La suya estaba situada en el barrio Ciudad Jardín, muy próximo a un hospital privado llamado Casa de Salud.

La farmacia ofrecía servicio las veinticuatro horas, los siete días a la semana, y para ello, Amparo tenía contratadas a quince personas, algunas con horario fijo y otras con horarios rotativos. Incluida Lucía, que era su hija y futura heredera de la farmacia en cuestión.

Puerta con puertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora