Elena acababa de limpiar la caja de arena de Yoda cuando escuchó el timbre. Se lavó las manos con rapidez y corrió a abrir la puerta.
Diego estaba allí, con la mano apoyada en la jamba y los pies cruzados en una postura indolente. Iba vestido con una camiseta negra sin mangas que le daba aspecto de macarra, un bañador de color azul y unas chanclas. Llevaba las gafas de sol sobre la cabeza y una mochila al hombro de donde sobresalía una esterilla.
—Ponte el bikini.
—¿Perdona?
—Que nos vamos a la playa.
Ella lo miró de hito en hito.
—¿Por qué?
—Pues porque todavía no me he bañado en el Mediterráneo desde que estoy viviendo en Valencia. Eso es casi un sacrilegio, ¿no?
—Pues ve a la playa tú solo.
—¡Oh, vamos! No tiene gracia ir solo a la playa. La gente puede pensar que soy un mirón pervertido o que no tengo amigos, cosa que, por desgracia, por ahora es bastante acertado —rezongó él y, para su sorpresa, se abrió paso en el interior de su casa con total familiaridad.
Yoda, que estaba repantigado en su rincón preferido del sofá, se erizó al verlo y le bufó.
—¡Yoda! Esa no son formas de recibir a la visita —se apresuró a regañarle, azorada—. Perdona, suele ser muy bueno, pero últimamente está algo nervioso. Incluso ha dejado de salir a la terraza, cosa muy extraña en él.
Vio que Diego desviaba la mirada al tiempo que se ruborizaba, pero no le dio mayor importancia. Su atención estaba puesta en las palabras que él había dicho.
—¿No has entablado amistad con nadie desde que estás aquí? —inquirió, incrédula.
—Pues había empezado a llevarme bien con una enfermera, como amigos —se apresuró a añadir, al ver que ella levantaba una ceja—, pero entonces Hugo Casanova se cruzó en su camino y ahora está un poco resentida. También están mis compañeros de trabajo, que son majetes, pero son los típicos informáticos que no pisan una playa si no es a través de unas gafas de realidad virtual. Y antes de que preguntes, Hugo tampoco me puede acompañar; no ha pasado la noche en casa, para variar. Incluso he estado a punto de llamar a la puerta de la señora Paquita en mi desesperación, a ver si la ancianita se animaba a ponerse el bañador, pero luego he pensado que no sería bueno para su tensión. ¡Venga, mujer, apiádate de mí! —musitó, haciendo un puchero tan cómico como tierno viniendo de un hombre de su tamaño.
Elena lo miró, indecisa.
—¿Crees que es buena idea cruzar esta línea? Quiero decir, una cosa es acostarnos juntos y otra empezar a quedar como si fuésemos... —La palabra «pareja» quedó suspendida en el aire, aunque no salió de sus labios.
Diego suspiró como si se estuviese armando de paciencia.
—Elena, ¿te apetece ir a la playa?
La cálida arena bajo sus pies, el agua acariciando su piel, el olor a mar... ¡Para qué engañarse!
—La verdad es que sí —reconoció con una sonrisa vacilante.
—Pues no le des más vueltas. ¿Por qué no hacemos lo que a los dos nos apetezca y dejamos de pensar en reglas, límites o nombres? Mis expectativas no han cambiado, créeme. Me acabo de divorciar. Solo quiero disfrutar de la vida sin pensar en nada más.
Disfrutar de la vida. Parecía una eternidad desde la última vez que ella lo había hecho. Y sonaba tan, tan bien.
—De acuerdo. Dame cinco minutos.
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Puerta con puerta
RomanceDiego es justo lo que Elena está buscando: un completo desconocido que está de paso en la ciudad, atractivo y agradable, con el que tener un encuentro sexual intranscendente. Sin embargo, un malentendido hace que todo acabe de la peor manera entre e...