Capítulo 21

36 4 0
                                    

—Estoy convencido de que los suecos son los seres más retorcidos y sádicos del planeta —murmuró Hugo, mientras estudiaba las instrucciones de montaje de la silla reclinable Äpplarö.

Giró el papel, como si viéndolo desde otro ángulo pudiese entenderlo mejor, y luego lanzó un gruñido de frustración.

—Se supone que no es demasiado complicada de montar —repuso Diego, mientras extendía las piezas sobre el suelo.

—Eso dijiste de la mesa y hemos tardado más de media hora en montarla —bufó.

—¿Se te ocurre mejor forma de pasar el fin de semana que montando los muebles de la terraza?

—Pues tengo en mente varias y ninguna tiene que ver con jugar a Manny Manitas —masculló, aludiendo a unos dibujos infantiles en el que el protagonista era un experto en bricolaje—. Será mejor que nos demos prisa, esta noche tengo planes.

—¿Has vuelto a quedar con Raquel?

—¿Qué Raquel?

—La dulce Raquel —le recordó, aludiendo a cómo la había llamado días atrás.

—¡Oh, sí que era dulce! Pero no, esta noche he quedado con Marisa, la ardiente Marisa —recalcó con un gesto lascivo—. Que, por cierto, me ha dicho que tiene una hermana preciosa —añadió con una clara intención—. Podríamos quedar esta noche los cuatro y...

—No estoy tan desesperado como para pedir a mi hermano pequeño que me consiga una cita —rezongó Diego con un bufido—. Venga, no perdamos tiempo o la ardiente Marisa se tendrá que buscar a otro para apagar su fuego.

—¿Nos tomamos una cerveza antes? Está empezando a hacer calor —se quejó Hugo, poco entusiasmado con la idea de pasar el sábado de aquella manera.

—Montemos primero una de las sillas. Total, ¿qué nos puede costar? Somos dos tíos inteligentes y habilidosos, seguro que la habremos terminado en diez minutos.

Quince minutos después no habían pasado del paso número tres del manual de instrucciones.

—Aquí pone que ese tornillo va en este agujero.

—Pero si lo montas ahí, ¿cómo acoplas la otra pieza?

—¡Qué sé yo! —exclamó Diego, frustrado—. Soy informático, no traductor de jeroglíficos.

—Pásame el martillo —masculló Hugo, perdiendo la paciencia—. Voy a hacer que ese chisme encaje, aunque sea a golpes.

—¿Necesitáis ayuda? —terció una voz femenina a sus espaldas.

Los dos hermanos se giraron al unísono hacia ella.

Elena.

Estaba asomada al murete, con la barbilla apoyada sobre los antebrazos cruzados mientras los miraba con diversión. El sol de la mañana arrancaba reflejos rojizos sobre su cabello y hacía que el color verde de sus ojos brillara con viveza.

Diego sintió un vuelco en el estómago y un latigazo de deseo en la ingle. Se removió incómodo y fijó la atención en la hoja de instrucciones como si pudiese descubrir en aquellos dibujos la respuesta a los misterios del mundo.

Desde que sellaran la tregua con un apretón de manos se sentía incómodo en su presencia. Él no era una persona que exteriorizase sus sentimientos con facilidad y, por alguna razón que no atinaba a comprender, le había abierto su alma a ella.

Tenía que disculparse, sí, pero no contarle sus miserias. Y, mucho peor, le había dicho que la deseaba. Aunque no había que ser muy avispado para darse cuenta de esto último. Cada vez que la tenía cerca su cuerpo crepitaba.

Puerta con puertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora