Capítulo 32

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—¿Te puedo hacer una pregunta?

—Dispara —musitó Diego, mientras pasaba la hoja de la novela que estaba leyendo.

—¿No te aburre el sexo siempre con la misma mujer?

Miró a su hermano, que en aquellos momentos estaba en su mesa de dibujo trabajando en una de sus obras. Con las gafas puestas y esa expresión de concentración que se le ponía al dibujar, se podía vislumbrar su faceta seria y responsable. Su familia bromeaba diciendo que era como las películas antiguas de Superman, en las que solo con ponerse unas gafas el invencible superhéroe se transformaba en el tímido Clark Kent.

—¿Por qué lo dices?

—Bueno, puedo llegar a comprender el sexo monógamo con una mujer cuando estás enamorado de ella; supongo que los sentimientos causan esa clase de comportamientos extraños —añadió con una mueca, como si para él enamorarse de una mujer fuese el gran misterio de la humanidad—. Pero no es vuestro caso. No estás enamorado de ella, ¿verdad?

—Claro que no —respondió por inercia.

Cuanto más pensaba en ello, más se daba cuenta de que nunca había estado enamorado.

Elena le gustaba, sí, pero de eso a estar enamorado...

Adoraba la forma que en que se le arrugaba la frente cuando se concentraba; y su boca, que se contraía en un pequeño mohín cuando veía algo que la disgustaba; pero eso no significaba que estuviese enamorado, no.

También le encantaba la minuciosidad con la que rebuscaba en el cuenco de los frutos secos en busca de las almendras, para luego acabar ofreciéndoselas a él porque había descubierto que también eran sus preferidas. Sin embargo, él siempre declinaba la oferta porque sabía que era lo que más le gustaba a ella. Pero no lo hacía porque estuviese enamorado, no. Era solo porque le gustaba cómo le sonreía ella al hacerlo.

Y es que sus sonrisas lo tenían hechizado, eso sí. Se podría pasar la vida ideando nuevas formas de hacerla sonreír. Pero eso no era amor, ¿verdad?

Para ser sinceros, lo cierto es que no sabía muy bien lo que era el amor.

Solo para estar seguros de que estaban hablando de lo mismo, Diego preguntó con tono cauteloso:

—¿Qué entiendes tú por amor?

—Hermanito, creo que estás muy perdido si eso me lo preguntas a mí —resopló Hugo, mientras lo miraba de reojo. Luego observó su dibujo y comenzó a retocarlo con ojo experto—. Nunca he estado enamorado de una mujer más de una semana, así que doy por hecho que no he estado realmente enamorado de ninguna. Lo que sí te puedo decir es lo que siento cuando cojo un lápiz y me pongo a dibujar. Primero está la excitación porque sé que me enfrento a una hoja en blanco y a un montón de expectativas que espero cumplir. Después voy trazando línea a línea con cuidado y mimo. Le dedico horas y horas, el tiempo se me pasa volando porque cada segundo lo disfruto al máximo. Me olvido de todo. Solo estamos mi lápiz y yo, y todo lo que tenemos que crear juntos. Cada vez que lo cojo aprendo algo nuevo de mí mismo —musitó, con la vista clavada en su mesa de dibujo—. Hay veces en que un dibujo me sale mal y me frustro; otras, en que me parece que he hecho una obra inigualable y pienso que no voy a poder hacer otro mejor. Pero vuelvo a coger el lápiz y sigo dibujando porque es lo que me apasiona.

—No termino de comprender tu analogía.

—Algún día, encontraré una mujer que me haga sentir lo mismo que cuando tengo un lápiz en la mano. Se me pasará el tiempo volando a su lado y siempre querré más. Sé que viviré junto a ella momentos frustrantes y otros inigualables, pero nunca me cansaré de embarcarme con esa mujer en nuevas aventuras. Y en cada una de ellas sé que me enseñará una faceta de mí mismo que desconocía. Yo veo así el amor.

Puerta con puertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora