—Tengo una buena y una mala noticia —anunció Hugo mientras entraba en la cocina sujetando la caja de vasos—. La buena es que la vecina de al lado es un verdadero bombón.
—¿Y eso es bueno? —inquirió Diego, sin mucho interés, al tiempo que cogía la caja. La puso sobre la encimera, la abrió y comenzó a colocar los vasos en el mueble de encima del fregadero.
—La mala es que cree que somos pareja o algo así —continuó diciendo el otro, indignado—. ¿Cómo crees que habrá llegado a la conclusión de que somos gais?
—Dímelo tú —respondió él, en tono irónico, y cabeceó hacia el delantal de flores que cubría el cuerpo de su hermano.
—¡Joder! No me acordaba de que lo llevaba encima —masculló Hugo, avergonzado—. En media hora me tengo que ir a la universidad y es lo primero que he encontrado para no mancharme la ropa mientras te echaba una mano.
—Pues que sepas que llevas uno de los delantales de mamá y siento decirte que no favorece tu masculinidad —apuntó Diego, sonriendo a su pesar.
—Bueno, a lo que iba... Ahora me veo en la obligación de demostrarle a esa chica que soy completamente hetero —declaró Hugo, con una sonrisa lobuna.
Aquel comentario puso en alerta a Diego.
—No quiero problemas con los vecinos, hermanito —advirtió, serio—. Además, no sabes nada de ella. Tal vez está casada.
—¿Y qué? —inquirió, encogiéndose de hombros. En cuanto se dio cuenta de lo que había dicho empalideció—. Mierda, lo he dicho sin pensar. Estaba de broma. Ya sabes que yo nunca me liaría con una mujer casada, ¿verdad?
—No hay nada que perdonar —lo tranquilizó Diego, con una sonrisa—. ¿Por qué no entras las cajas que se han quedado en el rellano?
En cuanto su hermano salió de la cocina su sonrisa vaciló hasta desaparecer. Odiaba que todos se sintieran en la cuerda floja cuando mencionaban el tema de la infidelidad por miedo a que lo inquietara. ¡Por supuesto que le afectaba, joder! Había pillado a su mujer en la cama con su mejor amigo tan solo seis meses después de la boda. Era algo que marcaba a un hombre, pero estaba empeñado en superarlo y no dejar que eso lo amargara el resto de su vida.
Aunque le estaba resultando más difícil de lo que había esperado.
Su mente viajó dos meses atrás, al fin de semana que había estado en Valencia para hacer una entrevista de trabajo. Cuando por la noche se fue a tomar una copa lo último que esperaba era acabar en la cama con una mujer. Hacía cuatro meses de su divorcio y había quedado tan quemado con las mujeres que rehuía cualquier contacto con ellas, incluso el sexual. Sin embargo, cuando vio a aquella preciosidad de pelo castaño en la barra algo lo obligó a acercarse a ella. Tal vez el velo de vulnerabilidad que había visto en ella por unos segundos cuando aquel moscón se le había aproximado. Eso había despertado sus instintos protectores. Lo demás había ido rodado. Una química fulminante entre dos adultos solteros... O eso creía él.
Cuando descubrió que estaba casada se sintió enfadado, sucio y utilizado. Aunque, sobre todo, volvió a desencantarse con las mujeres. Era consciente de que no todas eran iguales, pero había perdido las ganas de volver a arriesgarse, al menos durante un tiempo.
Lo único bueno de ese fin de semana fue que consiguió el trabajo. Ahora era el nuevo jefe del departamento informático del hospital Casa de Salud. Eso significaba un horario de nueve a cinco, de lunes a viernes, y un sueldo con el que nunca se habría atrevido a soñar. Para un hombre que todavía no había cumplido los treinta años era todo un logro. Además, en su caso, el empleo implicaba un cambio de ciudad. La posibilidad de salir de Cuenca, la ciudad que lo había visto nacer, crecer y fracasar en el amor. Justo lo que necesitaba para empezar una nueva vida.
Valencia le gustaba mucho para vivir. Era una bonita ciudad con todas las comodidades que se pudieran desear, sin ser demasiado grande para agobiar, y tenía unas playas maravillosas. Sin embargo, lo que más le gustaba era el clima. Por eso, cuando se dispuso a buscar piso, su condición indispensable fue que tuviese una terraza para poder disfrutar del sol del Mediterráneo. Cuando el comercial de la inmobiliaria le enseñó aquel ático no lo dudó. Era perfecto para él. Completamente reformado, dos habitaciones, dos baños y una terraza ideal que daba a un parque. Además, había conseguido un contrato de alquiler con opción a compra con unas condiciones estupendas. De esa forma tenía un par de años para decidir si su futuro estaba en aquella ciudad antes de atarse a una hipoteca.
Solo había una cosa con la que no había contado cuando aceptó aquel trabajo para alejarse de todo: que uno de sus hermanos se mudaría con él.
—¿Todo esto va en la cocina? —preguntó Hugo, cargado con tres cajas amontonadas una encima de la otra en precario equilibrio.
—Sí, pero ten cuidado, que llevan...
La advertencia llegó demasiado tarde. Como las cajas le bloqueaban la vista, Hugo no vio la bolsa de basura que había en el suelo y tropezó con ella. Él consiguió no acabar de morros contra las baldosas de la cocina, pero las cajas no tuvieron la misma suerte y terminaron desparramadas en medio de un gran estrépito.
—Eso ha sonado a platos rotos —musitó Hugo, con una mueca.
—Creo que te acabas de cargar la vajilla —convino Diego, con un suspiro cansado—. Déjalo y vete a la universidad o llegarás tarde. Ahora lo recojo yo —dijo, al ver que su hermano comenzaba a abrir las cajas.
—Joder, tienes razón, se me está haciendo tarde —gruñó, después de mirar el reloj—, pero me sabe mal dejarte todo este estropicio.
—Tranquilo, hasta dentro de unas semanas no me incorporo a mi puesto. No tengo nada mejor que hacer durante ese tiempo que dedicarme a adecentar esto antes de que nuestros padres vengan a supervisarlo todo, y buscar un buen gimnasio.
—Justo a la vuelta de la esquina me ha parecido ver uno.
—¿Sí? Pues luego me acercaré a echar un vistazo.
—Está bien, pues a la noche nos vemos. —Se despidió Hugo. Pero al llegar a la puerta de la cocina se giró y lo miró dubitativo.
—¿Qué? —inquirió Diego.
—No te lo he dicho hasta ahora, pero... te agradezco mucho que me dejes... invadir tu vida durante el próximo año —balbuceó de repente, ruborizado.
A Diego se le hizo un nudo en la garganta. Se llevaban cuatro años y su relación no siempre había sido muy cordial, puesto que eran bastante opuestos: él, más responsable y formal; Hugo, en cambio, era irreverente, desenfadado y un mujeriego nato. Sin embargo, cuando tocó fondo su hermano fue el que más lo ayudó a seguir adelante. En los últimos meses sus lazos de sangre se habían visto reforzados por una profunda amistad. Por eso, cuando Hugo le dijo que estaba pensando en hacer un máster de posgrado en Valencia para completar sus estudios de Bellas Artes, no dudó en ofrecerle una habitación en su nueva casa.
—No tienes por qué darlas —dijo, incómodo—. Pero procura no romper nada más o tendré que cobrarte un alquiler —añadió de broma, intentando quitar un poco de leña al asunto.
—Ya sabes que me gano un dinerillo con mis dibujos y, si no es suficiente, buscaré trabajo de camarero para los fines de semana. Si quisieras podría pagarte...
—No digas tonterías —cortó, tajante—. Lo que tienes que hacer es ahorrar para cumplir tu sueño.
Y el sueño de su hermanito no era otro que ir a Japón a completar sus estudios en la escuela Nihon Kogakuin, que poseía varias especialidades relacionadas con el diseño, en concreto, un curso de dos años de manga y anime que Hugo estaba empeñado en hacer.
Su hermano abrió la boca para discutir, pero terminó soltando un suspiro derrotado. Los dos sabían que Diego estaba en lo cierto.
—Está bien, ahora me tocará poner tu nombre a mi primogénito como muestra de agradecimiento.
—Me conformo con que me ayudes a mantener la casa limpia y que me invites a una cerveza de vez en cuando.
—Hecho —aceptó Hugo, y con un ademán se despidió.
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Puerta con puerta
RomanceDiego es justo lo que Elena está buscando: un completo desconocido que está de paso en la ciudad, atractivo y agradable, con el que tener un encuentro sexual intranscendente. Sin embargo, un malentendido hace que todo acabe de la peor manera entre e...