Capítulo 13

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Cuando Elena entró en su casa el cuerpo le temblaba de furia mientras mascullaba insultos contra Diego.

Yoda, nervioso por el estado de alteración en el que se encontraba, se zafó de sus brazos y se cobijó debajo de la mesa, en uno de sus escondites preferidos.

—Haces bien en alejarte de mí —farfulló, al tiempo que lo fulminaba con la mirada—. Te dije que no fueras a esa casa. ¡Te lo advertí! Y mira lo que ha pasado por tu culpa.

El animalito lanzó un maullido lastimero.

—Con una simple disculpa no vas a arreglar nada —gruñó, y se dejó caer en el sofá. Apoyó los codos en las rodillas y se cubrió la cara con las manos mientras se concentraba en recuperar la calma.

Había sido un error llamar a aquella puerta, y más sin haberse vestido de forma adecuada, pero al salir de la ducha se había llevado un susto de muerte al ver que Yoda no estaba por ninguna parte, y dedujo que estaba en casa de su insoportable vecino. Estaba tan preocupada que solo había atinado a quitarse la toalla de la cabeza, enfundarse la ropa interior y ponerse una bata antes de ir a casa de su vecino, con la mente centrada en recuperar sano y salvo a su pequeñín.

«Un salto de cama minúsculo», había dicho Diego.

¡Estaban en pleno verano, por el amor de Dios! No iba a llevar una bata de felpa. La que llevaba era de una tela ligera y un simpático e inocente estampado de mariquitas, nada pensado para seducir, al menos a ella no se lo parecía.

Al cabo de unos segundos sintió que Yoda se ponía a su lado y restregaba el lomo contra su brazo, buscando su perdón. Sin embargo, todavía se sentía demasiado alterada y lo empujó lejos de sí, con tan mal tino que el animalito perdió pie y se cayó del sofá. Aterrizó de costado, desmintiendo ese dicho de que los gatos siempre caían sobre las patas, y lanzó un quejido.

—Yoda, perdona. Ya sabes que yo nunca... —Fue a cogerlo, pero el gato la rehuyó con una mirada de rencor felino y se alejó de allí mientras movía la cola indignado.

Su rechazo fue el último golpe que abrió las compuertas de las lágrimas que trataba de contener. Un sollozo escapó de su garganta, seguido de otro y otro más. Se dejó caer en el sofá y lloró como hacía tiempo que no lo hacía.

La solución para su problema era tan sencilla como ir a la casa de al lado y decir: «Mira, Diego. Entre nosotros ha habido un malentendido. No le estoy poniendo los cuernos a mi marido. De hecho, soy viuda».

Parecía fácil, ¿verdad? Pues no lo era en absoluto. Para ella, no había nada más difícil en el mundo que pronunciar aquellas dos palabras: soy viuda.

Tenía veintisiete años, por favor. Muchas chicas de su edad ni siquiera tenían novio. Ella, en cambio, ya había enterrado a un marido.

Su mente la condujo al día en que Yoda entró en su vida.

—Tengo un regalo para ti.

Elena, que acababa de llegar de trabajar, sonrió como una boba cuando Sergio se acercó y, después de darle un beso que la dejó sin aliento, se puso detrás de ella y le tapó los ojos con las palmas de las manos.

—Camina hacia adelante. Tranquila, yo te guiaré —susurró en su oído, provocando un escalofrío que le llegó hasta las puntas de los pies.

Ella comenzó a andar sin titubeos, segura y confiada entre sus brazos. La emoción y la impaciencia le hicieron soltar una risita nerviosa. Unos pocos pasos después, sus ojos fueron liberados para encontrarse con un bultito que se removía debajo de la manta que había sobre el sofá.

Elena clavó los ojos en Sergio con una mirada interrogante. Habían hablado muchas veces de tener una mascota, pero nunca se ponían de acuerdo. Él quería un perro, pero comprendía que era mucha responsabilidad, sobre todo cuando su trabajo lo tenía fuera de casa la mayor parte de la semana. Ella, en cambio, prefería un gato; pero sus gustos eran un tanto peculiares en cuanto a la elección de raza.

—Todavía no entiendo cómo te pueden gustar esos bichos —comentó Sergio a modo de respuesta, y esbozó una sonrisa enorme.

Los ojos de Elena se abrieron como platos mientras contenía el aliento. Eso solo podía significar... Una cabecita asomó de repente por el borde de la manta, compuesta por unas orejotas y unos enormes ojos azules sobre un pellejo blanquecino y arrugado. No era bonito, ni siquiera se podía considerar agradable a la vista. Era, simplemente, lo que siempre había deseado.

—Es perfecto —musitó. Las manos le temblaban cuando cogió aquel diminuto gato y se sorprendió por lo suave y ligero que era.

Quería tener un gato egipcio desde los doce años, cuando su padre la llevó a un centro comercial y vio uno en el escaparate de una tienda de animales. Su cuerpo, enjuto y lampiño, resultaba llamativo en medio de gatitos tan peludos que parecían bolas de algodón. Un patito feo entre cisnes. Justo como ella se sentía en aquella época con sus gafas y su ortodoncia.

El gatito se arrebujó contra ella con un suave maullido y la miró con solemnidad. Fue amor a primera vista.

—Sabes que todavía faltan dos días para mi cumpleaños, ¿verdad? —señaló Elena, después de darle un beso de agradecimiento.

La sonrisa de Sergio fue sustituida por una expresión ofuscada.

—Tengo malas noticias —musitó, mientras se pasaba los dedos por el cabello—. Mañana tengo que comenzar la ruta por Murcia y no creo que vuelva a tiempo para tu cumpleaños.

Ella no pudo ocultar su decepción. Sergio trabajaba de visitador farmacéutico en la zona del Levante y eso implicaba estar constantemente en la carretera. Pero aquella era la primera vez desde que se conocían que iban a estar separados en una celebración tan especial.

Él le alzó la barbilla y le dio un suave beso en los labios.

—Haré lo que esté en mi mano por llegar a tiempo, ¿de acuerdo?

Ella asintió, pues sabía que Sergio cumpliría su palabra. Siempre lo hacía.

—¿Ya tienes pensado el nombre que le vas a poner? —inquirió él, en un intento por cambiar a un tema que la animase.

—La verdad es que no.

—¿Sabes a quién me recordó cuando lo vi por primera vez? —Elena lo miró de forma interrogante—. A Yoda.

—Yoda —repitió ella—. Me gusta.

Aquel día, Yoda entró en su vida.

Aquella noche, Sergio y ella hicieron el amor por última vez.

Al día siguiente, su marido se despidió con un beso y se fue a trabajar.

Nunca más regresó.

Elena perdió la noción del tiempo mientras lloraba en el sofá. Oyó que llamaban a la puerta y se arrastró hasta allí. Asomó el ojo por la mirilla y no le sorprendió encontrarse allí a Diego.

—Lárgate —gruñó sin abrir.

—He venido a disculparme.

Aquello era nuevo. Abrió la puerta solo por curiosidad. Miró a Diego con el cuerpo entumecido por las lágrimas y el alma agotada solo por respirar.

—¿Se puede saber por qué?

Un destello de culpabilidad brilló en la mirada del hombre al verla. Supuso que debía de presentar un aspecto patético con los ojos hinchados por el llanto y el pelo revuelto.

—Pensé que estabas casada, pero me acabo de enterar de que eres viuda —explicó él con una expresión compungida.

—¿Y eso cambia algo?

Diego la miró con sorpresa y dijo:

—Eso lo cambia todo.

—Pues para mí no cambia nada —repuso ella, y cerró la puerta.

Puerta con puertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora