Capítulo 4

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—Esa era la última caja —musitó Diego, cansado, mientras se dejaba caer en el sofá al lado de Hugo.

Desde el día anterior no había parado de ordenar sus cosas y por fin lo había dejado todo tal y como quería. Miró su casa con satisfacción. No tenía demasiados muebles, pero sí todo lo que necesitaba: una televisión de cincuenta y cinco pulgadas para ver sus series favoritas; un sofá con chaise longe lo suficientemente grande para dar cabida a su metro noventa y dos centímetros de altura; y una cama King size en la que no se le salieran los pies al dormir. Todo lo demás eran muebles auxiliares que había conseguido de aquí y de allá hasta que se decidiera a comprar algo mejor.

No había conservado nada de su vida de casado. No quería tener nada a la vista que le recordase a su exmujer. Además, el estilo de Nuria siempre había sido opuesto al suyo. Ella era una apasionada del blanco y negro, y a él le iban más los tonos naturales, pero como Diego había querido complacerla, la casa en la que habían vivido como pareja se había convertido en un tablero de ajedrez.

—Creo que nos merecemos un poco de diversión —comentó Hugo, sacándolo de sus pensamientos.

—¿Qué tienes en mente?

—Que es sábado, está anocheciendo, y este barrio está lleno de garitos. ¿Te apetece una cerveza y un par de partidas de dardos?

Tres horas después, tras una buena ducha para quitarse todo el polvo de la mudanza y una cena sencilla, los dos hermanos midieron su puntería frente a una diana en un pub muy concurrido de la plaza del Cedro que se llamaba Colores.

Hugo tenía mejor tino que él, pero, después de dos cervezas, su pulso comenzó a flaquear hasta que sus lanzamientos se convirtieron en una sucesión de despropósitos: uno de los dardos rebotó en la diana sin clavarse puesto que lo había lanzado de lado; otro se escurrió de sus dedos cuando iba a tirar y casi se le clava en el pie; un tercero se clavó en la pared a más de veinte centímetros de la diana; y en cuanto al último, Hugo flexionó el brazo y entrecerró los ojos para apuntar, retrocedió ligeramente la mano para tomar impulso y el dardo salió disparado... hacia atrás. Lo más gracioso es que continuó el lanzamiento sin darse cuenta de que había perdido el dardo y luego se pasó varios segundos con el ceño fruncido buscando en qué parte de la diana había caído.

—¿Dónde se ha metido? —masculló con voz pastosa. Miró a su alrededor y se tambaleó un poco—. Creo que se ha volatilizado —farfulló asombrado.

Diego contuvo la risa. Era ridículo que un hombre de su tamaño perdiera los papeles con dos tercios, pero así era su hermanito.

—Y yo creo que ya es hora de volver a casa.

Por suerte, no estaba muy lejos de allí. A mitad de camino tuvo que cogerlo de la cintura para que no se cayera de bruces.

—Lo que no entiendo es que bebas alcohol si sabes que te sienta mal —le sermoneó exasperado.

—Es cuestión de trabajar la resistencia —adujo Hugo en tono razonable—. Hace un par de años no era capaz de terminarme un tercio y ahora ya me puedo beber dos y seguir en pie.

Diego puso los ojos en blanco. Teniendo en cuenta que él era el que lo mantenía erguido su razonamiento no se sostenía, pero no lo contradijo.

No tardaron en llegar al patio de la finca y Diego tuvo que apoyar a Hugo en la pared para poder abrir la puerta. En cuanto lo hizo, su hermano rechazó su ayuda y comenzó a andar en un intento por demostrarle que podía hacerlo solo.

Craso error. A los tres pasos sus pies se enredaron y tropezó, de forma que se estrelló de cabeza contra los buzones situados en la pared de enfrente.

—¿Estás bien?

—Claro. Solo quería ver si tenías correo —respondió Hugo con dignidad, y trató de disimular su torpeza mirando por la rendija que había en el buzón que tenía asignado como 5º B.

—Todavía no he tenido tiempo de cambiar de dirección postal. Lo único que puede haber ahí es propaganda.

—¡Mierda!

—¿Y ahora qué? —bufó, al tiempo que apretaba el botón para llamar al ascensor.

—Creo que nuestra vecinita sí que está casada. En su buzón hay un cartel con dos nombres. —Hugo bizqueó un poco en un intento de enfocar la mirada y luego leyó: —Sergio Andrés Torres y Elena Zorrilla Pérez. —A continuación, se irguió de golpe y compuso una expresión de horror—. ¿Zorrilla? ¡Pobre chica! ¡Lo que tiene que haber sufrido en el colegio con un apellido así!

Diego no pudo menos que darle la razón. Ese apellido era una verdadera lacra para una chica. Seguro que había sido el foco de las guasas de sus compañeros de clase desde su más tierna edad. Los niños podían ser de lo más crueles con esas cosas, él lo sabía por experiencia propia. No en balde se apellidaba Montoya. Las rimas fáciles y las referencias burlonas a la famosa frase de La princesa prometida siempre lo habían acompañado.

Mientras pensaba en ello el ascensor llegó. Hugo abrió la puerta y con un ademán caballeroso, algo exagerado, lo invitó a pasar. Diego se adentró en el ascensor rogando al cielo paciencia.

En el momento en que su hermano iba a entrar oyeron la puerta del patio que se abría. Hugo miró en esa dirección y su rostro se ilumino con una pícara sonrisa, de esas que reservaba solo a las mujeres.

—Llegas justo a tiempo, Elena —dijo con voz arrastrada—. Venga, sube que te hacemos un hueco.

Diego puso los ojos en blanco. El ascensor no era demasiado grande y los dos corpachones de ellos cabían justos. Si su vecina subía con ellos iba a acabar hecha un sándwich.

Iba a proponer que mejor subía él por las escaleras para dejarle espacio cuando escuchó su voz.

—Muchas gracias. Te llamabas Hugo, ¿verdad?

Entonces apareció ante él.

Ella.

Elena.

La misma chica con la que había compartido una noche de sexo que no se le iba de la cabeza. El impacto de volver a verla fue como un puñetazo en las entrañas.

¿Ella era su vecina?

Supo el momento exacto en que Elena puso la mirada sobre él y lo reconoció: abrió mucho los ojos y empalideció. Dio un paso atrás, dispuesta a salir del ascensor, pero antes de que pudiese hacerlo el corpachón de Hugo la empujó hacia dentro, directamente contra él. Se quedaron observándose en silencio, con los cuerpos casi pegados mientras su hermano, ajeno a la tensión que se palpaba entre ellos, pulsaba el botón del quinto y comenzaba a silbar una cancioncilla al tiempo que las puertas automáticas se cerraban tras él.

—Por cierto, creo que no os conocéis —dijo de pronto Hugo—. Elena, este es tu nuevo vecino. Se llama Diego y es mi hermano —añadió y recalcó la última palabra para que quedase claro que estaban unidos por el parentesco y no por una relación sentimental.

Hugo lo miró por encima de la cabeza de Elena, cuya coronilla apenas le alcanzaba el mentón, y levantó las cejas varias veces en un gesto que decía: «Malentendido aclarado».

En cualquier otro momento hubiese sonreído ante las payasadas de su hermano, pero no en aquel instante.

Sus ojos se clavaron en la mujer que tenía frente a él y una oscura satisfacción lo inundó mientras un esquivo aroma femenino le llegaba a la nariz, excitándolo a su pesar.

—Así que tú eres la señora Zorrilla —musitó. Se cernió sobre ella hasta susurrarle en el oído—. La verdad es que el apellido te va a la perfección.

Se arrepintió casi al instante cuando escuchó el jadeo ahogado de Elena y vio un destello de dolor en sus ojos verdes.

Después de todo, no solo los niños podían ser crueles.

Puerta con puertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora