Capítulo 5

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Elena tenía un problema. Un gran problema. En concreto, uno de casi dos metros de altura, cuerpo de dios... y muy mala leche. Porque el comentario que había hecho sobre su apellido había sido ofensivo e hiriente.

¿Por qué el destino tenía que hacerle esto a ella? De entre todos los hombres que había en el mundo, justo el único con el que no quería volver a cruzarse jamás se había tenido que comprar un piso justo al lado suyo. Puerta con puerta. ¿Qué había hecho mal en la vida para tener tan mal karma?

Lo irónico es que estaba enfadado con ella por un malentendido. Un absurdo y patético malentendido que, dicho sea de paso, no pensaba aclararle.

Así que se concentró en mirarle con la misma antipatía con la que él la estaba observando y hacer todo lo posible por no acercarse a su cuerpo. Cosa difícil cuando estaban en un ascensor de poco más de un metro cuadrado y Hugo se apretujaba contra su espalda, empujándola contra el de su hermano.

Lo peor de todo es que su cercanía la estaba alterando... Y no precisamente los nervios. Su cuerpo estaba reaccionando de forma indeseada a su proximidad, recordando el placer efímero que habían compartido meses atrás.

«Eso es lo que te pasa por vivir como una monja, que te pones cachonda a las primeras de cambio y con el hombre más inadecuado», le dijo su vocecita interior.

Tenía razón, tendría que pensar sobre eso cuando sus neuronas pudieran volver a concentrarse en algo que no fuera el cuerpo de duros músculos que tenía al alcance de la mano.

Con un gesto nervioso se llevó un mechón de pelo detrás de la oreja. Los ojos de él se clavaron en su mano y lo vio alzar una ceja para después dirigirle una mirada ominosa. Elena supo al instante el origen de aquella expresión: llevaba el anillo de casada en el dedo. Nunca se lo quitaba. Bueno, nunca no. Solo para ir al gimnasio y la noche en que lo había conocido. Bajó la mano y apretó el puño de forma inconsciente.

«¡Cielo Santo! ¿Cuánto podía tardar un ascensor en subir cinco pisos?», pensó desesperada.

Para su alivio, justo en ese momento se escuchó la campanita que anunciaba que habían llegado a su destino.

En cuanto Hugo dejó el paso libre Elena trastabilló en su prisa por salir. Dio las buenas noches con un murmullo apagado y se lanzó a abrir la puerta de su casa como si la vida le fuera en ello.

—Buenas noches, vecinita. —Oyó que decía Diego con sorna—. Dale recuerdos a tu marido de mi parte.

Fue una chiquillada, pero Elena le sacó el dedo corazón y entró en su casa mientras escuchaba a Hugo decir confuso: «¿Me he perdido algo?».

Cerró dando un portazo y se dejó caer contra la puerta con un suspiro cansado. Aquel pequeño encuentro la había dejado más agotada que una clase de spinning y eso ya era mucho decir.

Escuchó el maullido de Yoda y, al instante, lo tenía restregando el lomo contra su pierna, en su particular forma de darle la bienvenida.

—Tú sí que sabes tratar a una mujer —murmuró con una sonrisa mientras lo cogía en brazos—. ¿Quieres que te cuente cómo ha ido la noche? —Yoda maulló y ella lo interpretó como un sí—. Pues me lo he pasado muy bien cenando con las chicas, pero después de tomar unas copas han decidido ir a una discoteca del puerto y no me apetecía acompañarlas, así que he optado por volver a casa. —Lo dejó encima de la cama mientras comenzaba a desvestirse—. ¿Y a que no adivinas con quién me he cruzado en el patio? —El gato, que la miraba con fijeza, pestañeó de esa forma lenta que tenía de hacerlo y que ella interpretaba como «no me interesa lo más mínimo», pero eso no evitó que continuase con su parloteo—. Con el cretino que se ha mudado al piso de al lado. Será mejor que tengas cuidado con él y no te metas en su terraza —advirtió con seriedad—. Tiene pinta de ser un mal tipo. —Yoda volvió a pestañear, confirmando que no iba a hacer ningún caso de su advertencia, y Elena soltó un bufido exasperado.

Aquella noche soñó con Sergio y el día en que se conocieron.

Ella y su padre, que era teniente coronel del ejército, acababan de mudarse a Valencia con todo lo que ello implicaba: dejar atrás todo lo que le era conocido y familiar y empezar una nueva vida. Era así desde que a los diez años perdió a su madre por un aneurisma cerebral repentino. Para una adolescente de trece años algo tímida y reservada, con aparato en los dientes y unas gafas de un diseño poco favorecedor, fue una verdadera pesadilla.

Sobre todo, el primer día en su nuevo instituto.

—Chicos, hoy tenemos que dar la bienvenida a una nueva compañera —anunció la profesora a la clase mixta de veinticinco alumnos—. Se llama Elena Zorrilla Pérez y viene de Madrid.

Las risitas al escuchar «Zorrilla» no tardaron en llegar.

Siempre era igual. Por mucho que su padre le dijera que era un ilustre apellido, para ella era una condena. Sin embargo, el momento de más incomodidad fue la media hora del recreo. Tres de sus nuevos compañeros de clase la acorralaron en el patio.

—Así que tú eres la nueva zorrilla del cole —comentó uno y los otros dos se carcajearon.

—¿No se te ocurre nada más original? —replicó ella. Puede que fuera tímida, pero eso no quitaba que tuviera carácter.

—Se me ocurrirían muchas cosas que hacer contigo si no tuvieras esa cara tan fea. —Contraatacó él en plan borde.

Aquello dolió. Una cosa era meterse con su apellido, a lo que ya estaba bastante acostumbrada, y otra muy distinta atacar el físico de una adolescente llena de inseguridades.

—Tiene gracia que eso lo digas tú, con la cara de paella que tienes —adujo la voz de un chico a su espalda—. ¿Por qué no vais a cascárosla en algún rincón y dejáis a mi nueva amiga en paz?

Elena se sorprendió. No por el lenguaje en sí, porque ese tipo de expresiones era común en gente de su edad, sino porque los tres chicos se largaron sin más.

Se giró para ver quién había sido su salvador y se encontró con el chico más guapo que había visto en su vida: rubio, ojos azules, atlético y una sonrisa blanquísima que contrastaba con su tez bronceada.

En aquel instante, su mundo se tambaleó por primera vez.

—Me llamo Sergio y voy a tu clase —se presentó él, sin darse cuenta de la conmoción que había provocado en ella—. Esos tres son unos gilipollas. Ven conmigo y te presentaré a mis amigos.

Y sin más, con toda la naturalidad del mundo, Sergio le cogió de la mano y la arrastró hacia su nueva vida.

Una vida llena de felicidad y risas.

Una vida de amistad que con el paso del tiempo se transformó en amor.

Una vida de esperanzas, proyectos de futuro y sueños por cumplir.

Una vida que había acabado dos años atrás, en un tonto accidente detráfico.

Puerta con puertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora