Capítulo 10

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Siempre que Diego salía del gimnasio se sentía con energías renovadas. No importaba lo mucho que se machacase allí, después de una buena ducha su cuerpo se activaba y su humor mejoraba. Sin embargo, aquella vez fue una excepción. El episodio con su vecinita le había hecho sentirse... No sabía cómo.

Por un lado y muy a su pesar, le excitaba la perspectiva de verla. Por eso la había estado esperando pegado a la mirilla como un auténtico acosador. Era algo retorcido y malévolo, lo sabía, pero el breve interludio en el ascensor había endurecido su miembro hasta el punto de dolerle.

Su cuerpo la deseaba y reaccionaba a su cercanía de forma fulminante, con una química como la que nunca había sentido hacia nadie. Su mente, en cambio, quería hacerla sufrir.

Cualquier psicólogo diría que estaba pagando con esa mujer su frustración por haber sido un marido cornudo y que había proyectado en ella sus deseos insatisfechos de venganza. ¿Por qué si no estaba atormentándola de aquella forma?

Si fuese cabal, la ignoraría. No era de su incumbencia lo que Elena hiciese o dejase de hacer. Era cosa de ella y de su marido. Diego no había sido más que un involuntario partícipe en su infidelidad. Pero... ¿uno de cuántos?

Verla dispuesta a aceptar la cita con aquel chico le había molestado hasta el punto de intervenir. Él le había escupido su veneno y ella... Ella se había echado a reír.

Todavía seguía perplejo por su reacción una hora después, cuando llegó a casa y se encontró a Hugo saliendo por la puerta.

—Me voy a la farmacia a comprar condones, esta noche he quedado con la dulce Raquel —informó Hugo con un guiño.

—¿Raquel? ¿La que conociste el otro día no se llamaba Irene?

—Irene, sí. ¡La bella Irene! —suspiró de forma teatral, y se llevó una mano al corazón—. Con ella gasté la caja de condones que tenía —agregó, rompiendo ese aire de romanticismo de forma muy terrenal—, por eso necesito más para esta noche.

Diego bufó. Su hermano cambiaba de chica como de calzoncillos.

—¿Necesitas algo? —inquirió Hugo.

—Que dejes de ir de flor en flor y sientes la cabeza con una buena chica.

—¿Para qué? ¿Para irme a Japón el año que viene y romperle el corazón? —replicó Hugo, al tiempo que se encogía de hombros—. Tengo claro que quiero irme sin ningún lazo sentimental que me una aquí, quitando la familia, claro —se apresuró a añadir—. Y para eso, no puedo enamorarme de ninguna chica. ¿Cómo hacerlo? —No esperó respuesta de Diego antes de concluir: —No acostándome dos veces con la misma mujer. Es sencillo.

Sencillo para él, que parecía tener un imán para las mujeres.

—¿Necesitas algo de la farmacia o no? Se me hace tarde —insistió Hugo, y miró el reloj con impaciencia.

—Creo que te voy a acompañar —decidió, tras pensarlo unos segundos—. No tengo nada importante que hacer ahora y así conozco un poco más el barrio.

Juntos salieron a la calle y cruzaron la plaza que, a aquellas horas en las que el sol ya no golpeaba con tanta fuerza, estaba llena de niños. Las terrazas de las cafeterías y bares que había por allí también estaban abarrotadas, reflejo de la vida que tenía aquel barrio.

—¿Dónde vas? —preguntó Diego, al ver que Hugo tenía la intención de cruzar la calle hacia la gran avenida en donde estaba situado el hospital en el que iba a empezar a trabajar en breve—. Si no estoy equivocado hay una farmacia allí, al girar la esquina.

—Me gusta la farmacia que hay cerca del hospital. Es grande y tienen mucha variedad, sobre todo en condones.

Diego lo miró de reojo

Puerta con puertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora