—Buen trabajo, chicos. —Aprobó la monitora, aplaudiendo.
Todos los participantes dieron palmas con ella. Aquel siempre era el colofón de la dura clase de spinning que hacía tres veces a la semana.
Elena se secó el sudor con la toalla de mano y dio un trago a su botella de agua, luchando por recuperar el aliento.
Iba al gimnasio a diario; le encantaba, aunque no siempre había sido así. Cuando Roger se lo propuso meses atrás había odiado la idea. Su cuerpo, aletargado por la depresión, había protestado ante la perspectiva de hacer algo más que ir de la cama al sofá y del sofá a la cama. Pero al final había acabado accediendo, como sucedía con cualquier propuesta de Roger.
Ahora era todo un vicio. Primero hacía una hora de cardio para calentar y luego se metía en spinning, zumba o cualquiera de las clases que se ofrecía a diario. No lo hacía precisamente por tener un cuerpo diez, mantenerse en forma era un beneficio secundario. Lo que más le gustaba era que su cuerpo volvía a vibrar de vitalidad.
—Ha estado bien la clase, ¿verdad?
Elena se giró hacia el chico que tenía en la bici de al lado. Si la memoria no le fallaba se llamaba Jacobo. Veintimuchos, moreno con ojos azul cobalto, un poco más alto que ella y con un cuerpo bien musculado. Todo un bombón. Habían coincidido en varias clases y él solía situarse cerca de ella.
—Sí, el spinning siempre me deja muerta —comentó ella, mientras recogía sus cosas.
Normalmente, en cuanto la clase del día acababa se iba a casa. Al tener el gimnasio a la vuelta de la esquina de su domicilio le era más cómodo ducharse en su propio baño.
—Entonces, ¿estás demasiado agotada para quedar a tomar algo?
Elena lo miró con sorpresa. Aquello no se lo esperaba. Siempre había sido amable con ella. pero no más que con las otras chicas que iban por allí. Eso le pasaba por quitarse la alianza. Ese sencillo anillo de oro solía ser un escudo efectivo para que los chicos no la abordaran. Pero no le gustaba llevar joyas cuando iba al gimnasio, ni siquiera esa.
Miró a Jacobo. Era un chico agradable y estaba de buen ver. Aun así...
—La verdad es que sí. Tal vez otro día —añadió para suavizar la negativa, sin querer parecer borde.
Él pareció darse por satisfecho con su respuesta porque se despidió con una sonrisa y Elena suspiró aliviada. Después del desastre que había supuesto su última escapada dos meses atrás, no estaba con ánimos de repetir. Tal vez lo lógico sería empezar quedando con un chico en plan amigos e ir yendo poco a poco, pero ese tipo de relaciones implicaba dar a conocer su currículum vitae sentimental y eso era algo para lo que ella no estaba preparada todavía. Una cosa era compartir su cuerpo una noche con un desconocido, que era lo que había hecho con Diego; y otra muy diferente era compartir sentimientos.
Rumiando sobre sus pensamientos giró por el pasillo que daba al hall del gimnasio y se paró de golpe cuando una figura masculina llamó su atención. Estaba de espaldas a ella, en la recepción, hablando con el chico que estaba tras el mostrador. No podía verle la cara, pero algo en él le resultó familiar. Muy alto, espalda ancha, cintura estrecha, culo prieto y piernas bien formadas. Iba vestido de calle, como si hubiese entrado a pedir información. El hombre ladeó un poco la cabeza y pudo vislumbrar su perfil. Contuvo el aliento de golpe. ¿Diego? No podía ser. Tal vez por haber estado pensando en aquella noche su mente estaba jugándole una mala pasada. Por si acaso, se escondió detrás de la esquina y asomó la cabeza con disimulo para espiar.
Después de varios segundos observándolo sus sospechas se confirmaron. ¡Maldición! Sí que era él. Pero ¿qué hacía allí? Se suponía que no era de Valencia. Lo peor es que estaba en la entrada y, si ella salía, él la vería.
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Puerta con puerta
RomansaDiego es justo lo que Elena está buscando: un completo desconocido que está de paso en la ciudad, atractivo y agradable, con el que tener un encuentro sexual intranscendente. Sin embargo, un malentendido hace que todo acabe de la peor manera entre e...