Capítulo 30

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Era una falta de educación, lo sabía, pero al día siguiente Elena fue a casa de los padres de Sergio sin avisar.

Las palabras de Vicky todavía rondaban en su mente: «A mis padres no les interesa lo que hago o dejo de hacer, ya no».

Le costaba creer aquello.

José Vicente e Inés eran unos padres amorosos que se desvivían por sus hijos. No podía entender que ella dijera algo así cuando siempre había sido la niña mimada y protegida de la familia.

Tenía grabada en la memoria la primera vez que fue a casa de Sergio: tenían dieciséis años y les habían puesto juntos para hacer un trabajo de investigación sobre ciencias. Por aquel entonces, ella suspiraba en secreto por sus risueños ojos azules, pero él parecía verla solo como a una amiga.

—¡Ya estamos aquí! —atronó Sergio nada más abrir la puerta y, sabiendo que Elena era un poco vergonzosa, la cogió de la mano y la arrastró al salón de su casa.

Tuvo unos segundos para apreciar el impoluto salón de ambiente acogedor y colorido, antes de que los padres de Sergio se acercaran a darles la bienvenida con una cálida sonrisa.

Rondarían los cincuenta años y formaban una bonita pareja. Él, de estatura media y el pelo cano, con el mismo tono azul de ojos que su hijo. Era banquero y, según decía Sergio, estaba deseando prejubilarse para comprarse una barca y pescar, afición que padre e hijo compartían. Ella, bajita y esbelta, con una melena corta y rubia, ojos verdes y vestida a la moda. Vibrante, alegre y dinámica, una de esas personas que desbordan energía aunque estén quietas. Diseñaba joyas y su hijo pensaba que tenía mucho talento.

Sergio los presentó de modo formal y ella se vio de pronto envuelta en besos y abrazos.

—Así que tú eres la famosa Elena —comentó José Vicente, mientras la observaba con aprobación.

«¿Famosa?», pensó ella sin entender. Dirigió una rápida mirada a Sergio en busca de respuestas y lo pilló haciendo un gesto a su padre para que cerrara la boca.

—Hemos oído hablar mucho de ti —terció Inés, al tiempo que le dedicaba un guiño a su hijo.

—Por favor, ¿es que no sabéis ser discretos? —farfulló este y, por primera vez, lo vio ruborizado—. ¿Dónde está la enana? —inquirió, mirando alrededor, en lo que parecía un sutil cambio de tema.

Acto seguido se escuchó un pequeño trote por el pasillo y apareció una niña trastabillando en su prisa por llegar a ellos. Tendría unos seis años y era una preciosa muñequita de tirabuzones rubios. Al ver a su hermano su rostro se iluminó y sin mediar palabra se echó en sus brazos entre risas.

Según le había contado Sergio, después de tenerlo a él, sus padres habían intentado quedarse embarazados en busca de la parejita y, tras casi diez años frustrados, cuando casi habían perdido la esperanza, por fin sucedió. La niña fue llamada Victoria Desiré. Victoria deseada. No se le ocurría un nombre mejor.

—Elena, te presento a una de las mujeres más importantes de mi vida: Victoria Desiré, aunque todos la llamamos Vicky —declaró Sergio con una sonrisa tierna, mientras la sostenía sobre el hombro como un saco de patatas—. Vicky, esta es Elena.

La niña la miró desde su aparatosa posición durante unos segundos.

—A mi hermano le gustas —afirmó de repente, con una risita pícara que era un vivo reflejo de la de su hermano.

Sergio la dejó en el suelo al instante mascullando algo por lo bajo, y la niña salió corriendo en dirección al lugar de donde había venido.

—¡Niños! —murmuró Sergio con una risita avergonzada, y dirigió a Elena una mirada de soslayo que ella no supo interpretar—. Será mejor que vayamos a mi habitación y empecemos de una vez ese dichoso trabajo —masculló, y la condujo hasta su cuarto cerrando la puerta después.

Puerta con puertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora