Capítulo 20

50 5 1
                                    

Diego, bailando la danza del vientre, era una de las cosas más ridículamente sexys que había visto en su vida. Era algo que no podía obviar, ni ella ni sus otras compañeras de baile.

Al principio, sus movimientos desmañados habían arrancado risitas entre las mujeres, pero con la ayuda de Alba pronto había cogido el ritmo. ¡Y qué ritmo! Movía las caderas de una forma lenta y sensual que era puro erotismo, de forma que las risitas de burla pronto se habían convertido en miradas lascivas de puro deseo.

Ella ya sabía cómo era el cuerpo de Diego desnudo. A su pesar, lo tenía grabado en la mente. Era curioso la forma en que los cuerpos de dos desconocidos se podían compenetrar de una manera tan completa. Y los suyos habían encajado a la perfección. Ver el movimiento insinuante de las caderas del hombre mientras bailaba no hizo sino acrecentar la llama de sus recuerdos.

La verdad era simple: aunque no le gustara, su cuerpo lo deseaba.

Para cuando terminó la clase, Diego se había ganado a todas las mujeres de la sala. En especial, a las tres hienas, apodo que ella había puesto a tres divorciadas que habían hecho del gimnasio su coto de caza privado. Eran jóvenes, atractivas y les gustaba el sexo. Ella no veía mal que se acostasen con todos los tíos que se les antojase, eran libres de poder hacerlo. Lo que no le gustaba en absoluto era que pisotearan a cualquier otra mujer que interfiriera en sus planes. Incluso en alguna ocasión habían llegado a atacarse entre ellas, demostrando que en lugar de amistad las unía algún tipo de relación tóxica.

Desde luego, si Diego quería obtener atención femenina lo había conseguido con creces, pero de la peor clase.

Observó cómo las tres mujeres se le acercaban y, movida por la curiosidad, agudizó el oído mientras bebía agua y metía sus cosas en la mochila, sin querer perderse detalle de la reacción de Diego ante su inminente asalto.

—Para ser tu primera clase lo has hecho muy bien —comentó la primera de ellas, y le hizo una caída de ojos muy estudiada.

—Gracias —respondió él de forma distraída, mientras se secaba el sudor de la frente.

—Tienes un talento natural para el baile —rezongó otra, al tiempo que se lo comía con los ojos.

Él sonrió incómodo y evitó responder al llevarse la botella de agua a la boca.

—Lo que me gustaría comprobar es si sabes moverte igual de bien en la cama —terció la última de forma directa, y esbozó una sonrisa depredadora.

Diego se atragantó con el agua y abrió los ojos como platos, mirando a sus acosadoras, azorado.

—No se mueve igual, lo hace muchísimo mejor —repuso Elena, que se puso entre ellos antes de ser consciente de lo que hacía—. ¿Nos vamos ya a casa? —inquirió, mirándolo por encima del hombro. Sin darle tiempo a responder le propinó un pequeño empujón para apresurarlo a salir, pues sabía que aquellas tres arpías volverían a atacar si veían la mínima oportunidad.

—Creo que te tengo que dar las gracias —musitó Diego, al salir del gimnasio.

—No hay porqué.

—¡Oh! Yo creo que sí. Esas tres me tenían acorralado. Por un momento me he sentido como un pobre cervatillo delante de tres leonas hambrientas.

—Estás muy lejos de ser Bambi —bufó ella.

—Bueno, cuernos no me faltarían —masculló él con ironía.

Lo había dicho muy bajito pero, aun así, ella lo oyó y lo miró con el ceño fruncido.

—¿Qué has querido decir?

—Nada, olvídalo —susurró él.

Pero Elena no podía obviar el dolor que había cruzado sus ojos por un momento.

Llegaron al patio sumidos en un silencio reflexivo. Le hubiese gustado indagar más sobre el asunto, pero ella más que nadie sabía lo difícil que era hablar sobre una herida que todavía estaba reciente o no había sido cicatrizada. Las palabras, igual que los sentimientos, nunca debían ser forzados. Debían fluir de forma natural cuando la persona estuviese preparada para compartirlos.

Elena lo miró un tanto confusa cuando entraron en el ascensor y el silencio entre ellos continuó. No lograba comprenderlo. Había estado persiguiéndola durante días para que escuchase sus disculpas y ahora que le estaba brindando una oportunidad se quedaba callado.

La tensión empezó a ser palpable en el ascensor, mientras él miraba el suelo de forma pensativa y ella estudiaba con minuciosidad las manchitas que había en el techo.

Cuando el ascensor se detuvo en la quinta planta, ella dejó escapar un suspiro de alivio entre los labios. Hizo ademán de salir, pero de forma sorpresiva él le cortó el paso con su brazo como si fuese una barrera de hierro, bloqueando la puerta y cualquier posibilidad de escapatoria.

—Encontré a mi mujer en la cama con mi mejor amigo seis meses después de la boda. —Elena alzó la mirada buscando sus ojos, y se encontró con una tormenta de fuego en ellos—. Confiaba en ella, en los dos, y no me importaba que quedasen de vez en cuando, aunque yo no estuviera. Incluso me gustaba que se llevasen tan bien, nunca he sido especialmente celoso en ese aspecto.

—Yo... lo siento.

—Lo peor no fue eso —masculló, y tardó unos segundos en proseguir—. Nuria ni siquiera se inmutó cuando los sorprendí. Me confesó que Ricardo solo había sido el último de muchos otros. Que se excitaba un montón con la perspectiva de quitarse la alianza y salir a la caza de un hombre sabiendo que yo estaba en casa como un idiota confiado, esperándola, como si eso la hiciese sentir superior a mí.

«¡Menuda hija de puta!», pensó Elena, sintiendo que la sangre le hervía por dentro. Además de ponerle los cuernos lo había querido humillar de la peor manera. Seguro que también había seducido a su mejor amigo con la intención de causarle el mayor daño posible, pero ¿por qué?

—Aquella noche en el hotel cuando vi cómo la alianza de boda se te caía del pantalón, perdí la razón. Proyecté en ti toda la rabia y el odio que sentía hacia ella, y lo continué haciendo cada vez que te veía. Lo siento, Elena. Me duele en el alma cada insulto, cada mirada hostil y cada gesto que te pudiese causar malestar o dolor. He sido cruel e injusto contigo —reconoció con pesar—. Solo espero que, algún día, puedas perdonarme —añadió, antes de bajar el brazo y dejarla salir de allí.

Elena sintió las piernas temblorosas cuando se dirigió hacia su puerta. Sin duda, esa había sido una de las disculpas más sinceras y sentidas que había escuchado en su vida.

Rebuscó en su bolsa de deporte y sacó las llaves con manos trémulas, mientras trataba de asimilar el tsunami de emociones que le habían causado las palabras de Diego.

Una cosa tenía clara y no podía demorarla más. Se giró sobre sí misma y se lo encontró parado en el rellano, mirándola con aquella intensidad que siempre la subyugaba.

—Acepto tus disculpas y te perdono. ¿Tregua? —añadió, mientras le tendía la mano dispuesta a sellar la paz.

Contuvo el aliento cuando él empezó a acercarse hacia ella, y cuando sus manos se enlazaron no pudo disimular el estremecimiento que recorrió su cuerpo, porque fue el mismo que lo atravesó a él.

Súbitamente nerviosa, murmuró una despedida y se giró, dispuesta a abrir la puerta y refugiarse en la seguridad de su casa.

—¿Quieres saber lo más irónico de todo?

La voz de Diego le llegó en el momento en el que introdujo la llave en la cerradura. Se había acercado a ella en silencio hasta situarse casi rozándole la espalda. Cerca, muy cerca. Podía sentir la calidez que emanaba de su cuerpo y su profunda respiración contra su pelo, como si hubiese hundido la cabeza en su cabello.

Por mucho que lo intentó no pudo emitir ninguna respuesta, tenía la garganta cerrada. Suerte que él no esperara ninguna contestación antes de continuar.

—Que por mucho que quisiera odiarte, te deseaba con cada fibra de mi ser y en contra de toda razón —confesó, y su voz ronca provocó un revoloteo de mariposas en su estómago—. Buenas noches, Elena —susurró en su oído, antes de irse.

Puerta con puertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora