En cuanto Elena cerró la puerta tras de sí dejó escapar la carcajada que había estado conteniendo.
«¡Por Dios! Ese hombre no da pie con bola», pensó, mientras se iba al baño para darse una ducha.
Primero, su tonta ocurrencia de hacerse una analítica de sangre que había acabado con él despatarrado en su camilla.
Luego, el incidente con las flores que había conseguido que sufriera un ataque de alergia que le había dejado con los ojos rojos y la nariz congestionada durante un par de días. Nada que unos cuantos antihistamínicos no pudiesen solucionar, pero había sido incómodo.
Por último, el incidente con la tarta voladora. Fue toda una sorpresa que al volver de su clase de spinning, cansada y sudorosa, Diego la estuviese esperando en el rellano con un regalo. No había vuelto a verlo desde el ataque de las margaritas, ni siquiera se había cruzado con él en el ascensor en aquellos dos días, y una parte de ella, una masoca y muy retorcida, lo había echado de menos.
Verlo allí parado, esperándola, y nada menos que con una tarta de disculpa, había removido algo en su interior. El chocolate era su debilidad y el gesto la conmovió... Hasta que la tarta le dio de lleno en la cara. Pero en lugar de molestarse le había costado un esfuerzo sobrehumano no echarse a reír.
La cara de Diego había sido hilarante: una mezcla de horror, desconcierto y frustración de lo más cómica. Estaba claro que estaba intentando congraciarse con ella, pero no le podía estar saliendo peor ni haciéndolo adrede. Sin embargo, ella no era inmune a esos pequeños gestos por catastróficos que resultasen.
Aquella noche, por primera vez en mucho tiempo se fue a dormir con una sonrisa en la boca mientras abrazaba a Yoda. Durmió de forma tan profunda que no escuchó sonar el despertador. Por suerte la despertó un maullido reclamando el desayuno.
Se arregló en tiempo récord, cogió un par de galletas para comerse por el camino y abrió la puerta de casa. Lo que menos esperaba encontrar al hacerlo era el rostro sonriente de un payaso.
A Sergio le habían encantado las películas de terror. Al poco de conocerse, cuando todavía eran adolescentes, ella las había visto por él pensando que las pesadillas que le provocaban era un daño colateral por la recompensa de estar a su lado. Hubo una película en cuestión que la marcó de forma especial: It. Una adaptación antigua de una novela de Stephen King en la que un payaso asesino atacaba a unos niños. Consiguió que sintiera terror por ellos. Un miedo que todavía perduraba en ella.
Ver a un payaso en la puerta de su casa a primera hora de la mañana le dio un susto de muerte. Tal vez por eso, se defendió por inercia y estrelló su puño contra la cara pintada al tiempo que lanzaba un chillido que hizo eco en todo el edificio.
Para su asombro, el payaso, lejos de sacar un cuchillo afilado y perseguirla, dejó escapar los globos que sujetaba y se llevó las manos a la nariz, donde el puño de ella había impactado de forma contundente.
—Me cago en... ¡Joder!
Mientras el payaso se doblaba en dos por el dolor, los globos salieron flotando hacia el techo. En uno se podía leer las palabras «Lo siento» y en el otro «¿Me perdonas?».
Elena abrió los ojos como platos al comprender lo que estaba pasando.
—¿Diego? —inquirió incrédula, al reconocer la figura del hombre tras aquel ridículo y colorido disfraz—. ¿Qué demonios pretendías? ¿Matarme de un susto?
—¿Y tú hablas de matar? Creo que me has roto la nariz —se quejó él, mientras se tocaba la nariz con cautela. Debió de darse cuenta de que no había sido más que una contusión porque lanzó un suspiro de alivio que pronto se convirtió en enfado—. ¿Qué pasa contigo? —inquirió, segundos después, mientras se erguía delante de ella—. A todo el mundo le gustan los payasos. Pensé que sería un gesto simpático.
—Odio a los payasos —aclaró ella en tono seco. Miró el reloj y soltó un taco—. Mira, no puedo entretenerme contigo. Llego tarde al trabajo y la primera hora es la de más afluencia —farfulló, y corrió a apretar el botón para llamar al ascensor.
Iba a abrir la boca para pedirle perdón por el puñetazo cuando Diego se le adelantó.
—¿Tampoco te gustan los mimos?
La pregunta la descolocó.
—No especialmente, me parecen bastante molestos. ¿Por qué lo dices?
—Por nada —gruñó Diego, y se metió en su casa con paso rápido al tiempo que Elena le escuchaba exclamar con apremio: —¡Hugo, avisa a tu amigo, el mimo! Dile que salga pitando del patio si no quiere acabar recibiendo un puñetazo o algo peor.
Elena hizo el trayecto del ascensor desternillándose de risa. Cuando llegó a la planta baja abrió con cautela la puerta, a tiempo para ver a un chico vestido de blanco y negro que salía corriendo del portal con cara de apuro. Eso la hizo reír todavía más.
Había que concederle algo a Diego: era tenaz y original a la hora de pedir disculpas. El problema es que también había sido muy cruel en sus ataques, y eso no era tan sencillo de olvidar.
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Puerta con puerta
RomanceDiego es justo lo que Elena está buscando: un completo desconocido que está de paso en la ciudad, atractivo y agradable, con el que tener un encuentro sexual intranscendente. Sin embargo, un malentendido hace que todo acabe de la peor manera entre e...