«¡Por fin!».
Aquello era en lo único que podía pensar mientras enroscaba el cabello de Elena en su puño para afianzar el beso.
Por fin, su lengua se abrió paso entre sus dulces labios con osadía e impaciencia.
Por fin, pudo robar con sus besos el dulce aliento de la mujer que se entregaba ansiosa en sus brazos.
Por fin, sus manos tuvieron acceso libre a las sinuosas curvas que llevaba anhelando lo que ahora parecía una eternidad.
Por fin, podía perderse en su cuerpo.
El deseo le impedía respirar con normalidad y, al mismo tiempo, sentía que volvía a respirar de nuevo como llevaba una infinidad sin hacerlo.
En cuanto los brazos de ella rodearon su cuello la cogió por los glúteos y la alzó contra su cuerpo hasta apoyarla contra la pared. Ella enroscó las piernas en la cintura, restregándose de forma desesperada contra su dolorosa erección, acuciada por la misma hambre que lo devoraba por dentro a él, azuzando las llamas de un fuego que amenaza con consumirlos.
Embistió una y otra vez, tratando de llegar a su calidez aun a través de las capas de ropa que los separaban, pero desistió frustrado. Estaba demasiado excitado como para prolongar la agonía por la necesidad de enterrarse por completo en su interior, así que decidió ir al grano, ya habría tiempo después para saciarse con tranquilidad. Ni siquiera pensó en desnudarse. Solo atinó a dejarla apoyada sobre el mueble del recibidor para poder desabrocharse los pantalones y embutirse un preservativo a toda prisa, cosa harto difícil con Elena lamiendo su cuello de forma sensual.
Le quitó las braguitas con impaciencia y acarició con los dedos los dulces pliegues entre sus piernas, lo justo para comprobar que estaba bien húmeda y dispuesta. Después, sin más preámbulos, se enterró en ella hasta el fondo con un gruñido animal.
El cuerpo de Elena se arqueó por el impacto y dejó escapar un fuerte gemido. Al pensar que había sido demasiado brusco comenzó a retirarse despacio, pero ella lo sorprendió enroscando las piernas en sus caderas y pidiéndole más con un susurro excitado que le erizó la piel.
Movido por su propia necesidad comenzó a penetrarla de forma rápida y profunda, y se excitó al escuchar la crudeza de sus cuerpos al impactar entre ellos. Buscó un ángulo más profundo, cogió sus piernas y las puso sobre sus hombros, de forma que ella tuvo que reclinarse hacia atrás para buscar el equilibrio, quedando medio recostada contra la pared.
Diego deslizó las manos desde sus tobillos hasta las caderas y, mientras utilizaba una para impulsarla contra él, la otra buscó el placer de ella, acariciando su clítoris con destreza.
El mueble del recibidor temblaba al compás del movimiento de sus cuerpos y hacía tintinear la pequeña lamparita que había encima, a riesgo de que se pudiera caer y se rompiera, pero eso no lo detuvo. No cuando Elena tenía la cabeza echada hacia atrás y gemía sin parar, absorbida por un orgasmo que contrajo el interior de su cuerpo de una forma tan deliciosa que condujo a Diego a su propia liberación un segundo después, justo cuando escuchó que ella suspiraba su nombre.
Todavía dentro de su cuerpo, apoyó las manos en la pared buscando un punto de apoyo que contrarrestase la sensación de debilidad que recorrió su cuerpo por un instante, fruto del orgasmo más potente que recordaba haber sentido jamás.
—Esto ha sido...
—¿Breve? —bufó Diego, frustrado.
Tanto tiempo esperando aquel momento y no había durado ni diez minutos. Ni siquiera la había tenido desnuda entre sus brazos. Y todo había sido por Elena, porque de sus suaves labios había brotado la palabra mágica: «sexo».
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Puerta con puerta
RomansaDiego es justo lo que Elena está buscando: un completo desconocido que está de paso en la ciudad, atractivo y agradable, con el que tener un encuentro sexual intranscendente. Sin embargo, un malentendido hace que todo acabe de la peor manera entre e...