Capítulo 28

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—Os lo juro, le dije que cerrara las pestañas, y me veo que se queda quieta y cierra los ojos. Cuando le pregunté que qué hacía me suelta: «Cerrar las pestañas, como tú me has dicho». Lo peor es que creo que hubiese continuado con los ojos cerrados si no le llego a explicar que me refería a las pestañas de la pantalla del ordenador.

La anécdota arrancó una ristra de carcajadas en el grupo.

Diego también rio al recordar que la señora Paquita había hecho lo mismo en su primera clase de informática.

Había decidido salir a cenar con su equipo de trabajo para conocerlos un poquito mejor: tres chicos y dos chicas de edades comprendidas entre los veinticinco y los cuarenta años. Las dos chicas, Carmen y Pepa, estaban casadas y habían traído a sus respectivas parejas, que parecían ser tan frikis de la informática como ellos; Fran, el más joven, había traído a su novia y, por cómo sonreía ella, parecía que no repetiría la experiencia. En cuanto a los otros dos, Andreu y Vicente, parecían solteros y sin compromiso. Es más, Vicente, el que estaba contando la anécdota, de treinta y cinco años, seguía viviendo con sus padres.

La verdad es que lo estaba pasando bien con ellos, pero sentía que su cabeza estaba en otra parte. Más en concreto, rondando a una bonita y esquiva mujer de dulces ojos verdes.

Hacía dos meses desde que Elena y él empezaran su «esto» o como quiera que se llamase lo que había entre ellos, pero la cosa parecía no avanzar. Y no por falta de ganas de él. El sexo era fantástico, sí, pero ya no era suficiente. Necesitaba dar un paso más. Conocerla mejor. Conseguir derribar esa muralla tras la que ella parecía esconderse a la menor oportunidad. No habían vuelto a salir juntos desde la escapada a la playa. Parecía satisfecha con mantener su relación entre las sábanas. Incluso él le había pedido que lo acompañase a aquella cena y ella se había negado, alegando que ya tenía planes con sus amigos.

—Debo reconocer que el mundo informático es un verdadero misterio para mí —comentó Hugo que, muy extraño en él, aquella noche no tenía planes y había decidido ir con él—. Muchas veces le he pedido a Diego que me arregle una cosa que no me funciona y en cuanto él aparece comienza a funcionar bien. Mi hermano piensa que soy un inepto.

—Es que lo eres —terció Diego con una mueca burlona, regresando a la conversación—. Ya te lo he dicho, el ochenta por cien de los problemas informáticos se resuelven apagando y encendiendo el ordenador.

—¡Brindo por eso! —exclamó Pepa, alzando su copa, y todos la siguieron.

Estaba bebiendo cuando una figura masculina entró en su campo visual: Roger. Su aspecto de motero macarra no pasaba desapercibido. Acababa de llegar al restaurante y estaba acomodándose en una de las mesas para parejas que había al otro lado del local. Por la forma impaciente en que miraba el reloj, su acompañante llegaba con retraso.

Aquel era el psicólogo de Elena, posiblemente, el hombre que mejor la conocía en aquellos momentos. Ella le contaba todo lo que sentía, le hacía partícipe de todos sus temores y de sus sueños. Todo lo que él se moría por descubrir y que ella se negaba a ofrecerle.

En un impulso, se levantó de la mesa murmurando una disculpa a sus ocupantes y se dirigió hacia él.

—Hola, Roger.

El hombre tardó un segundo en reconocerlo.

—Diego, ¿verdad? —inquirió con mirada inexpresiva—. No te cortes, toma asiento —añadió con tono irónico, al ver que Diego se tomaba aquella libertad sin pedir permiso.

—Quiero hablar sobre Elena.

En verdad tenía una excelente cara de póker, porque si le sorprendió su forma directa de abordarle no lo demostró.

Puerta con puertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora