Diego casi no había pegado ojo en todo el fin de semana. El rostro de Elena, con las mejillas anegadas en lágrimas, se colaba en su mente a la menor oportunidad: ojos hinchados y brillantes, nariz enrojecida y labios trémulos. Tenía grabada a fuego su expresión compungida y lo hacía sentir como un insecto rastrero por haber sido el causante de su dolor.
La había cagado hasta el fondo. Era normal que ella no hubiese aceptado sus disculpas a las primeras de cambio, había sido demasiado cruel. Sin embargo, estaba decidido a hacerse perdonar. Solo tenía que encontrar el momento adecuado para hablar con ella y por eso estaba allí.
Escuchó que alguien trajinaba en la puerta del patio y abrió el buzón del correo con fingido interés para aparentar que acababa de llegar. La verdad es que llevaba casi una hora allí, desde la una y media, abriendo y cerrando la puertecilla con la esperanza de que Elena entrara y tuviera la excusa de subir con ella en el ascensor.
Era patético, sí, pero era lo único que se le había ocurrido para poder hablar unos minutos con ella sin que le diera con la puerta en las narices.
Sabía de sobra lo que se iba a encontrar cuando cogió el montoncito de papeles que había en el pequeño cubículo, pero aun así, lo ojeó como si fuese lo más interesante del mundo: un folleto informativo de una pizzería y otro de un restaurante chino. Aunque en la puerta del patio había un cartel avisando de que no se aceptaba propaganda siempre se las apañaban para colar algo en los buzones. También había una carta del banco que por el tacto parecía contener su nueva tarjeta de crédito, y otra de la universidad destinada a Hugo.
Alzó la mirada cuando escuchó pasos y lanzó un suspiro de desilusión al ver que se trataba de la señora Paquita.
—¿Todavía por aquí? —inquirió la mujer, extrañada, pues cuando Diego entró en el patio una hora antes ella salía a comprar.
Al ver que la mujer cargaba con un par de bolsas de aspecto pesado corrió a ayudarla.
—Se me ha olvidado recoger el correo y he bajado a por él —improvisó, después de un pequeño titubeo—. Déjeme ayudarla con esto —agregó, mientras se hacía con las bolsas.
—Muchas gracias, eres un buen muchacho —murmuró la anciana, y flexionó las manos con un gesto de dolor—. La artritis me pasa factura cuando cojo peso.
—¿Y su carro de la compra?
—Se me rompió ayer y todavía no he podido comprar otro —explicó, mientras se dirigían hacia el ascensor—. ¿Sabes? Yo bajo a menudo para ver si tengo una carta de mi Andresito. Aunque muchas veces lo hago como excusa para cruzarme con algún vecino y charlar un rato —añadió, y le guiñó un ojo de forma cómplice.
Diego sintió que enrojecía sin poder evitarlo. Vaya con la anciana. Era más avispada de lo que parecía.
—Y dime, muchacho, ¿con quién esperas cruzarte aquí parado? —insistió la mujer. Y antes de que pudiese responder, añadió como al descuido: —Elena es una chica muy bonita, ¿no te parece?
Él la observó, descolocado.
—¿Cómo...?
—El otro día cuando bajamos en el ascensor vi cómo os mirabais —explicó la mujer, como si aquel simple detalle hubiese sido suficiente—. Que sepas que estás perdiendo el tiempo aquí parado, no sale de trabajar hasta las tres.
Diego hundió los hombros. Aquel plan había sido una tontería, sobre todo, porque no sabía nada de ella, ni siquiera dónde trabajaba.
—Trabaja en la farmacia de Amparo Suárez tomando las muestras de sangre —dijo de pronto la mujer.
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Puerta con puerta
RomanceDiego es justo lo que Elena está buscando: un completo desconocido que está de paso en la ciudad, atractivo y agradable, con el que tener un encuentro sexual intranscendente. Sin embargo, un malentendido hace que todo acabe de la peor manera entre e...