Capítulo 18

34 5 0
                                    

—Deberías ponerte esto en la nariz —recomendó Hugo, mientras le tendía una bolsa de guisantes congelados—. Está empezando a hincharse.

Diego se observó en el espejo mientras se tocaba el puente de la nariz con cuidado. Le había costado casi diez minutos quitarse la capa de maquillaje de la cara. Ahora, con la piel limpia, se confirmaba que su nariz no estaba rota, aunque sí magullada.

Había sido una tontería coger el disfraz que había utilizado en una fiesta de Halloween de hacía varios años y ponérselo, esta vez con un maquillaje alegre e inocente. Verlo a él hacer el payaso seguro que le arrancaba una sonrisa. Y si eso no la ablandaba, tenía los refuerzos del amigo mimo de Hugo, un profesional del humor. No podía salir mal. Así que, a primera hora, en cuanto escuchó movimiento en el piso de su vecina, se había armado de valor y había esperado en su puerta con dos globos en los que había puesto por escrito sus disculpas. Un detalle ingenioso y simpático para hacer que se fuese a trabajar con una sonrisa.

Supo que había cometido un error cuando ella abrió la puerta y lo miró con cara de espanto. El desenlace no se hizo esperar: Elena tenía un derechazo estupendo... Y él había vuelto a hacer el idiota.

—¿Cuánto tiempo vas a seguir haciendo el payaso de esta forma?

Diego miró con fastidio a su hermano mientras cogía la bolsa de guisantes y se la ponía sobre la nariz.

—Hasta que me perdone.

—Pues déjate de chorradas y habla con ella.

—¿Crees que no lo he intentado? Siempre me rehúye o me da con la puerta en las narices, así es imposible acercarse a ella y entablar una conversación.

Hugo se quedó pensativo unos segundos y luego esbozó una sonrisa que decía sin palabras: «soy un genio».

—Llévala a tu terreno.

—¿Qué quieres decir?

—Para evitar que ella se enconda en su casa haz que venga a la nuestra.

—¿Y cómo hago eso?

—Secuestrando a su gato —respondió Hugo, como si fuera la idea más razonable del mundo.

—¡Estás loco! —bufó Diego.

—Piénsalo. Si cogemos a Yoda, Elena vendrá a buscarlo como hizo la última vez y tendrás tu oportunidad de hablar con ella unos minutos. Imagina que consigues que ese bicho ronronee en tu regazo. Ella se derretirá al ver que os lleváis bien.

Diego se imaginó la estampa. La verdad es que, visto así, no parecía mala idea.

—¿Y cómo piensas que podemos conseguir cazar al gato?

—Le gusta el atún, ¿no? —Diego recordó cómo se había lanzado hacia su bocadillo de atún y asintió—. Pues lo atraeremos con una lata.

Con la decisión tomada y aprovechando que Elena había salido de casa, los dos hombres pusieron en marcha su plan: cogieron una lata de atún de la alacena, la vertieron en un platito, salieron a la terraza y lo pusieron sobre el murete de separación. Luego, comenzaron a bisbisear para llamarlo.

Varios minutos después el gato no aparecía por ningún sitio.

—¿Y ahora qué?

—¡Tengo una idea!

Hugo desapareció en el interior de la casa y a los pocos segundos volvió a aparecer con una revista de coches.

—¿Pretendes que se ponga a leer?

—No, idiota, es para usarlo como abanico para ayudar a que fluya el olor del atún —explicó, y comenzó a abanicar la lata de atún con gesto concentrado.

—Eso es una verdadera chorrada —masculló Diego—. ¿En serio piensas que va a funcionar?

No había terminado la última palabra cuando Yoda apareció por el ventanal olisqueando el aire.

—¿Decías? —inquirió Hugo, mientras alzaba la ceja de forma arrogante.

De repente, el animal saltó con agilidad y subió al murete, provocando que los dos dieran un brinco hacia atrás del susto. Los hermanos intercambiaron una mirada y emitieron una risilla nerviosa.

Nunca habían tenido mascotas en casa, sus padres decían medio en broma que para animales ya tenían bastante con sus cuatro hijos. Así que no estaban acostumbrados a tratar con ellos y les tenían un poco de respeto.

Por eso, cuando llegó el momento de la verdad, los dos hombretones se quedaron paralizados.

—Cógelo.

—Cógelo tú —replicó Hugo con un resoplido—. Sabes que los animales y yo no nos llevamos bien. Además, tú tienes más interés que yo en que este plan funcione.

Aquello era cierto. Armándose de valor, Diego se acercó con cautela al gatito que se había puesto a comer con tranquilidad. Alzó las manos para atraparlo... y las volvió a bajar al instante al escuchar un sonido espeluznante que salía del animal.

—No sabía que los gatos gruñeran de esa forma —comentó Hugo, impresionado.

—No creo que me deje cogerlo.

—¡Menos mal que hay un Montoya que piensa! —exclamó Hugo de repente—. En lugar de agarrar al gato, lo que hay que hacer es coger el plato de atún y meterlo dentro de casa. Así él nos seguirá y solo tendremos que cerrar el ventanal para atraparlo.

Puso en marcha su plan al instante y, con un movimiento rápido cogió el plato de atún, tomando desprevenido al mínimo que lo miró sorprendido con sus enormes ojos azules.

Lo que pasó a continuación nadie lo hubiese imaginado jamás.

Hugo estaba comenzando a esbozar una sonrisa de victoria cuando el gato se lanzó sobre él y se quedó enganchado en la parte delantera de su camiseta. El plato de atún salió volando por los aires mientras él empezaba a gritar. Luego, sin explicación alguna, comenzó a girar, tal vez pensando que la fuerza centrífuga le ayudaría a desprenderse del animal. No se daba cuenta de que lo único que conseguía es que el gato le clavase las uñas con más fuerza para no salir despedido.

—¡Quítamelo! ¡Quítamelo! —clamaba sin cesar.

Diego iba de un lado a otro tratando de alcanzar al bicho, cosa muy difícil cuando su hermano no dejaba de comportarse como una peonza descontrolada.

Y, de repente, el gato se desenganchó y salió propulsado con un maullido desgarrador, justo por encima de la barandilla que daba a la calle.

Los dos hermanos miraron con horror el punto por dónde el animalito había desaparecido.

—¡Dios, nos lo hemos cargado! —musitó Hugo, azorado.

Diego era incapaz de reaccionar. Lo único que atinaba a hacer era imaginar el dolor de Elena ante la muerte de su mascota. Esta vez la había cagado hasta el fondo.

—Tal vez haya sobrevivido a la caída —aventuró Hugo.

—¿Desde un quinto? —bufó Diego, pero corrió hacia la barandilla con un hálito de esperanza.

Los dos hermanos se asomaron al unísono, preparados para ver al animalito despatarrado contra la acera, pero lo que encontraron fue a unos ojos azules enormes mirándolos con rencor desde el pequeño poyete que había en la fachada. Por suerte, el gato había atinado a caer allí.

—¿Y ahora cómo lo rescatamos de ahí?

Al oír aquello, Yoda les echó una mirada que decía «humanos estúpidos» y, clavando sus afiladas uñas en la pared, trepó con destreza hasta caer sano y salvo dentro de la terraza de su dueña. Luego, sin mirar atrás, alzó la cola y se volvió a esconder en la casa.

Diego suspiró aliviado de que todo hubiese acabado bien.

—Bueno, después de esto cualquier interacción con el gato queda descartada.

—Tendrás que poner en marcha el plan B.

Puerta con puertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora