—¿Has hablado con tu padre?
—No desde nuestra última charla telefónica el mes pasado. Ya sabes cómo es: siempre está ocupado —murmuró Elena con un encogimiento de hombros, mientras movía un peón para evitar que el alfil de Roger acabara con su torre—. Carolina me escribe algún WhatsApp de vez en cuando, y ya es más de lo que espero teniendo en cuenta que sus nietos la tienen absorbida.
Luis, recientemente nombrado coronel Zorrilla, había rehecho su vida cinco años atrás con una mujer divorciada y con tres hijos, uno de ellos con dos retoños. Ahora vivían en Madrid y parecían muy felices. Bueno, todo lo feliz que podía estar un hombre tan serio y controlado como su padre.
—¿Y qué me dices de la familia de Sergio? ¿Fuiste a verlos como te dije?
—No, pero antes de que me riñas al respecto —añadió, al ver que Roger abría la boca para lo que sin duda iba a ser uno de sus sermones—, no lo he hecho porque Inés me dijo que estaban muy liados —aclaró.
—¿No te parece extraño que siempre que les propones ir a visitarlos te den alguna excusa para no hacerlo?
—No lo he pensado —musitó ella.
—¿No lo has pensado o no quieres pensarlo?
No quería pensarlo. Durante casi un año había estado tan encerrada en su dolor que había echado de su vida a todo el mundo. Ahora estaba pagando las consecuencias.
—¿Le propusiste hacer la terapia en grupo? —insistió Roger.
—Sí, por quinta vez, y mi suegra por quinta vez declinó la oferta.
Cuando empezó la terapia con Roger él le propuso hacer un par de sesiones conjuntas con los padres de Sergio, arguyendo que compartir el dolor resultaba más llevadero y que les vendría bien hablar entre ellos. Pero cuando habló con Inés, la madre de Sergio, ella rehusó la idea sin darle opción a cambiar de opinión, alegando que ellos ya lo estaban superando a su modo.
Su rechazo había dolido y no había podido evitar pensar que la culpaban por la muerte de su hijo. ¿Por qué si no se negaban a verla?
—Puede que os hubieseis llegado a apreciar, pero Sergio era vuestro único vínculo de unión. Es normal que os hayáis distanciado, no busques más allá de eso —afirmó Roger, con su peculiar forma de leerle la mente.
Elena trató de concentrarse en el tablero de ajedrez mientras sentía la mirada analítica de su contrincante sobre ella.
—¿Intentas ponerme nerviosa para que me desconcentre? —inquirió, mientras lanzaba una mirada rápida al hombre.
—Creo que hoy ya estabas nerviosa cuando he venido. Cuando hablamos hace unos días por teléfono me dijiste que tenías muchas ganas de verme, pero no me contaste nada más y ahora parece que tenga que utilizar el sacacorchos para que respondas a mis preguntas. Pensé que había alguna novedad en tu vida que quisieras compartir.
Y la había: un cretino de metro noventa con muy malas pulgas.
Ella lanzó un suspiro y dejó de fingir que tenía un mínimo interés por el juego. Si algo tenía claro es que a él no se le podía engañar.
Roger Pacheco era psicólogo y un reputado coach sentimental. Puede que sus métodos no fueran convencionales, pero sus resultados eran incuestionables.
Tras la muerte de Sergio, Elena cayó en una profunda depresión. Estuvo meses sin salir de casa. Se distanció de todas las personas que la rodeaban: se distanció de su padre, aunque la verdad es que nunca habían estado demasiado unidos; dejó de hablar con la familia de Sergio, pues estaban tan hundidos por su pérdida como ella y no hacían más que afianzar su sentimiento de culpabilidad por su muerte; cortó cualquier relación con sus amigos de siempre; e incluso cogió una baja laboral.
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Puerta con puerta
RomanceDiego es justo lo que Elena está buscando: un completo desconocido que está de paso en la ciudad, atractivo y agradable, con el que tener un encuentro sexual intranscendente. Sin embargo, un malentendido hace que todo acabe de la peor manera entre e...