Capítulo 35

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Un sinfín de preguntas se amontonaban en la cabeza de Diego como una olla a presión en la que se mezclaban sus pensamientos y emociones. Sabía que si no los exteriorizaba acabaría explotando, pero de igual modo, se mantuvo en silencio mientras la abrazaba.

No le había gustado nada la desesperación que había leído en sus ojos cuando había abierto la puerta ni el dolor que tensaba sus facciones, pero se había sentido honrado y feliz de que ella hubiese buscado su apoyo en aquellas circunstancias. Ahora solo tenía que descubrir la causa de su aflicción y ayudarla a solucionarlo, cosa imposible mientras ella no se abriese a él.

Pasaron varios días así, en los que ella se mostraba alicaída y apática, y él no sabía qué hacer para extraer de su boca algo más que «no me pasa nada» o «estoy bien». Varios días en los que ella lo buscaba en busca de ser reconfortada en sus sueños y él se conformaba solo con abrazarla. Y así llegó otro fin de semana, aunque uno muy especial: el sábado trece de noviembre; el cumpleaños de Elena.

Cuando él le insinuó que podían hacer algo especial, ella le dijo que no iba a celebrarlo ni con él ni con nadie. Que su único plan era quedarse en casa, sola, y que nada la iba a hacer cambiar de opinión.

Diego no lo entendió. ¿Quién no celebra su cumpleaños de algún modo?

También le extrañó que sus amigas no le hubiesen preparado alguna fiesta, pero siendo sincero, le alegró. Así podía tener a Elena para él solo aquel día. Porque si ella pensaba que él iba a dejarla sola en una fecha tan especial es que no lo conocía en absoluto.

Con esa determinación y recordando la sorpresa que Elena le había dado en su cumpleaños, Diego ideó un plan: sabía que La Princesa Prometida era su película preferida y que le chiflaba Iñigo Montoya, uno de los secundarios de la película que era un espadachín español, cuya famosa frase se había convertido en un hito del cine; así como también le encantaba cada vez que Wesley, el protagonista, susurraba a su amada princesa: «Como desees».

Él pensaba darle las dos cosas. Iba a hacer una pequeña demostración de sus dotes de espadachín y luego se iba a pasar el resto del día a su servicio, dispuesto a hacer realidad cualquier deseo que tuviera aquel día, sobre todo en la cama.

Aquel año, justo después de su divorcio, Hugo lo había arrastrado a los carnavales de Cádiz, los dos disfrazados del Zorro y vestidos de negro, con una camisa, un pantalón ajustado, una capa y un antifaz. El disfraz lo coronaba un sombrero de ala ancha y un florete. Puede que el atuendo no reflejase de manera fidedigna a los personajes, pero tendría que valer porque no tenía otro.

Así que, vestido de esa guisa, se acercó al ventanal que daba a su terraza y esperó con paciencia a que Elena saliera a regar sus plantas, cosa que hacía todos los sábados por la mañana hacia el mediodía.

Varios minutos después la oyó abrir el ventanal y salir a la terraza. Era su oportunidad. Tomó aire y, espada en mano, salió de súbito entonando a voz en grito:

—«Hola, me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir».

Elena dio un respingo y lo observó con los ojos abiertos de par en par, muda de asombro.

Diego sonrió en su interior. La había sorprendido. Ahora solo faltaba llegar a su terraza y cargársela al hombro para llevarla a la cama y disfrutar cumpliendo sus deseos en la cama.

Tomó carrerilla, puso las manos sobre el murete y cogió impulso. La idea era salvarlo de un salto para demostrarle su agilidad, pero algo salió mal. Tal vez fuese la capa, que se le enredó en el cuerpo y le dificultó los movimientos; o tal vez el grito desgarrador que le sorprendió a medio salto. La cuestión es que, en lugar de caer de pie de forma elegante, acabó de morros en el suelo de la terraza de Elena.

«Menudo hostión», pensó ofuscado, mientras batallaba con la dichosa capa que había acabado cubriéndole la cabeza.

—¿Pero qué...?

Se detuvo al escuchar la voz de un hombre en algún punto cercano.

—¡Es un asesino! —exclamó la voz sofocada de una mujer, seguramente la que había gritado antes—. ¡Ha amenazado de muerte a Elena! ¡Llama a la policía!

Diego volvió a revolverse para librarse de la tela que lo cubría, mascullando en silencio y extrañado de que Elena no saliese en su defensa. Cuando por fin consiguió quitarse la capa de encima lo entendió: ella estaba cubriéndose la boca con las manos en un intento por contener la risa.

Él la miró ofendido desde el suelo. O trató de hacerlo, porque la jodida máscara se le había movido y le tapaba uno de los ojos.

Fue el último detonante para que Elena estallara en una sonora carcajada. Incluso Yoda, parado a sus pies, parecía estar sonriendo con aquella mirada altanera que él interpretaba como «humano estúpido».

Su hilaridad captó la atención de la pareja que estaba en el vano de la puerta de la terraza. La mujer miraba la escena con horror y el hombre tenía el móvil en mano, dispuesto a llamar a la policía.

—No soy un ladrón, soy Diego —se apresuró a explicar, mientras se ponía de pie y se quitaba el antifaz.

—¡Miente! Ha dicho que se llamaba Íñigo —repuso la mujer, para nada convencida.

—En verdad me llamo Diego Íñigo Montoya —aclaró él en un intento por sofocar sus temores—, pero estaba interpretando el papel de Íñigo Montoya en la película La Princesa Prometida —explicó, aunque por la forma en que lo miraban era evidente que no tenían ni idea de lo que estaba diciendo. Se giró hacia Elena y la miró con el ceño fruncido—. ¿Podías dejar de reír y explicarles que no soy un asesino?

—No, yo... —Una nueva carcajada la impidió continuar.

—Está claro que si Elena se ríe es porque lo conoce —señaló el hombre con tono cáustico.

—Sí que lo conozco, es mi... vecino —esclareció por fin Elena, mientras se secaba las lágrimas que habían acudido a sus ojos de tanto reír—. Diego, este es mi padre, el coronel Luis Zorrilla, y su mujer, Carolina.

La mujer tenía un aire encantador y maternal, con el pelo rubio y los ojos castaños, bajita y regordeta. No dudó en darle dos besos cuando Elena los presentó. El coronel, por el contrario, era alto y espigado, con el pelo cano y un rostro de facciones severas al que no pudo encontrar ningún parecido con Elena.

Diego le tendió la mano, pero él la miró y no hizo nada por aceptarla. Solo alzó una ceja y masculló con voz seca:

—¿No eres un poco mayorcito para ir jugando a los disfraces?

—Quería darle una sorpresa por su cumpleaños —explicó, sintiéndose enrojecer como un colegial—. La semana pasada fue el mío y ella se vistió de odalisca y me hizo un baile ero... —Elena le dio un codazo que lo hizo callar al instante.

—Será mejor que volvamos dentro —rezongó el coronel, echándole una mirada poco halagüeña. Luego se giró y entró, seguido muy de cerca por su mujer.

—No sabía que tenías visita, dijiste que ibas a pasar el día sola —farfulló Diego en voz baja, mientras entraban varios pasos por detrás de ellos.

—Y esa era la idea, pero han venido desde Madrid para darme una sorpresa, ¿no te parece un detalle encantador? —añadió con un tono más alto, al percatarse de que Carolina los escuchaba con interés.

—Hacía mucho que no te veíamos, querida. Ya sabes que nos preocupa tenerte tan lejos —explicó la mujer con tono amable. Los miró de forma alternativa con franca curiosidad—. ¿Y vosotros sois...?

—Amigos —musitó Diego, ya que no quería ponerla en un compromiso.

—Vecinos —respondió Elena al mismo tiempo—. Bueno, sí, también amigos —convino, al percatarse de lo que había dicho Diego.

Él esperaba que dijera algo más, tal vez un «estamos saliendo juntos» o «es mi novio», o alguna otra aclaración que diese a entender que su relación iba más allá de la amistad, pero no añadió nada No hizo falta. En cuanto entraron en el salón el coronel se giró hacia ellos y, después de mirarle como si estuviese pasando revista a uno de sus soldados, masculló:

—Así que tú eres el hombre que se acuesta con mi hija.

Puerta con puertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora