Elena terminó de etiquetar las últimas muestras que había tomado y las metió en la nevera, a la espera de que Fran, uno de los becarios de la farmacia, las llevara al laboratorio a última hora de la mañana. Como no había nadie en la sala de espera y no tenía ninguna cita pendiente, se fue a la zona de farmacia para ayudar a sus compañeros.
No podía dejar de pensar en Diego después del fin de semana pasado. Lo esquivaba desde entonces. Él le había vuelto a pedir disculpas por el desacertado comentario de su hermano y por el malentendido que había causado, y ella lo había perdonado por eso. Lo que le molestaba era que él quisiera cambiar los términos de su relación.
«¿Y si ya no es suficiente para mí?».
Sus palabras acudían a su mente una y otra vez.
«¿Es que acaso es suficiente para ti?», inquirió una vocecita en su interior.
Con la cabeza donde no debía casi se choca con Ana, que salía de la trastienda con un vaso de agua en la mano.
—¿Qué haces?
—Es para el señor Leandro. Ha comprado Efferalgan y quiere tomarse una pastilla ahora mismo —explicó Ana—. Le he dicho que ahora le traía un vaso de agua para... ¡Oh, Dios! —farfulló de repente con cara de espanto.
Elena siguió su mirada y se encontró con el anciano echando espuma por la comisura de los labios.
—¡Señor Leandro, eso se toma con agua! —exclamó Ana, azorada.
A juzgar por la cantidad de espuma que le salía el hombre se debía de haber metido la pastilla efervescente directamente en la boca.
—Ya decía yo que tanta espuma no era normal, pero ¡qué sé yo! Siempre me he tomado el Efelgrán así.
Por el rabillo del ojo Elena vio que Lucía entraba en la trastienda a toda prisa, con la mano tapándose la boca en un intento por contener una carcajada. Ella hubiese hecho lo mismo si la risa no hubiese muerto en el camino al ver que Vicky entraba en la farmacia con aire belicoso.
—¿Quién te has creído que eres? —inquirió a modo de saludo, poniendo las manos encima del mostrador con un golpe seco que atrajo la atención de varios clientes.
—Hola, Vicky, yo también me alegro de volver a verte —respondió ella con la sonrisa paciente que dedicaba a los clientes más desagradables.
—¡Déjate de chorradas! Quiero saber por qué a estas alturas te has decidido a interferir en nuestras vidas y has mandado al motero macarra ese para que tome el mando de mi casa.
—Este no es el mejor lugar para hablar de ello —murmuró Elena, al darse cuenta de que estaban montando un pequeño espectáculo. Amparo y Ana la miraban con preocupación, incluso Lucía salió de la trastienda advertida por las voces, pero ella las tranquilizó con un gesto—. ¿Qué te parece si vamos a dar una vuelta? —Luego se giró hacia su jefa y preguntó: —Amparo, ¿puedo salir unos minutos?
—Claro, tómate el tiempo que necesites —respondió la mujer, sabedora de quién era aquella chica de aspecto problemático.
Elena se quitó la bata que llevaba y cogió su bolso. Luego salió de allí con paso tranquilo, disimulando los nervios que la atenazaban por dentro. Solo esperaba que Vicky la siguiera sin decir nada más hasta que no estuvieran solas y, por suerte, así lo hizo.
Anduvieron unos metros hasta llegar a un parque que a aquellas horas de la mañana no estaba muy concurrido, y entonces Vicky se plantó ante ella y explotó.
—Quiero que ese jodido motero macarra se vaya de mi casa y deje de darme órdenes, ¿me oyes?
—Roger está ayudando mucho a tus padres —respondió Elena con tranquilidad, mientras se sentaba en uno de los bancos del recinto.
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Puerta con puerta
RomansaDiego es justo lo que Elena está buscando: un completo desconocido que está de paso en la ciudad, atractivo y agradable, con el que tener un encuentro sexual intranscendente. Sin embargo, un malentendido hace que todo acabe de la peor manera entre e...