Capítulo 31

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Diego observó complacido la mesa: había comprado un bonito mantel, una vajilla sencilla, pero a juego y sin bordes descascarillados, y relucientes copas de balón para el vino.

Luego fue a la cocina, metió el pollo en el horno y lo programó. Lo suyo no era cocinar, así que no había preparado un menú demasiado elaborado: pollo al horno de esos que se preparan en una bolsita, echas unos polvos y dejas cocer en su propio jugo; una ensalada de patata como las que hacía su madre, con aguacate, zanahoria, atún, maíz, cebolla y huevo duro, aderezado con mahonesa; y un tiramisú casero cuya receta había encontrado por internet, pues sabía que era uno de los postres preferidos de Elena.

Quería que aquella noche sus invitados quedaran complacidos con la velada, pero sobre todo, quería impresionarla a ella.

Había congeniado tanto con Jacobo cuando se conocieron que se habían hecho amigos en poco tiempo. Después del trabajo quedaban para ir al gimnasio, y luego a tomar una cerveza y a echarse una partida de dardos. A veces, solos; otras, con las chicas.

No es que hubiese buscado su amistad para estar más cerca de Elena, es que había surgido sin más y no lo iba a desaprovechar porque le venía perfecto para sus planes.

La mayoría de las veces quedaban en grupo, pero de vez en cuando, conseguía quedar a solas con ella y, poco a poco, iban traspasando la frontera de la cama: una cena, un concierto, un cine o simplemente una copa para hablar. Era cierto que todavía había muchos temas «tabú» entre ellos, como todo lo referente a Sergio, pero no le molestaba. Ella quería mantener esa parte de su vida para sí misma y él lo respetaba.

A veces se preguntaba por qué ella era tan importante para él, porque lo era; por qué lo había obsesionado tanto desde la primera vez que la vio, porque lo obsesionaba; por qué ella y no otra.... Pero no encontraba la respuesta. No estaba enamorado, eso seguro. Sería tonto enamorarse después de salir de un matrimonio fallido cuando en lo único que tenía que pensar, como bien le señalaba Hugo una y otra vez, era en divertirse.

«Ella me gusta, eso es, y nada más», pensó, mientras sacaba los huevos del agua hervida donde habían estado cociéndose y escurría la zanahoria que había hervido. Luego, comenzó a cortar la cebolla.

Justo en ese momento sonó el timbre. Miró el reloj, extrañado. Todavía quedaba más de media hora para las nueve, que era cuando habían quedado. Se lavó las manos, se las secó con el trapo y fue a abrir.

Miró con sorpresa a Elena que estaba plantada frente a su puerta armada con una sonrisa y una botella de vino. El cabello le acariciaba los hombros en suaves hondas y un vestido camisero esculpía las suaves curvas de su cuerpo de una forma muy tentadora, dejando al aire sus piernas esbeltas.

—Pensé que te vendría bien un poco de ayuda con los preparativos —explicó, e hizo una mueca divertida al mirarle a la cara—, pero vamos, si te vas a la piscina ahora puedo volver luego.

—¿A la piscina? —inquirió, extrañado, para luego acordarse de que llevaba puestas las gafas de bucear. Se las quitó con una sonrisa ladeada—. Mi madre las usa para cortar la cebolla, dice que se lo vio a hacer a Arguiñano, y la verdad es que funciona.

Sin mediar palabra cogió con una mano la botella de vino y con la otra la cintura de Elena para atraerla hacia sí y poder capturar sus labios en un beso de bienvenida.

Como llevaba tacones altos sus curvas se amoldaron a su cuerpo a la perfección. Sintió como ella se relajaba contra él y suspiró de satisfacción. Incapaz de soltarla, rodeó su cintura con el brazo y la alzó contra sí. En cuanto sus pies abandonaron el suelo Elena dejó escapar una risita contra sus labios que le hizo temblar el cuerpo. De esa guisa, entró con ella en casa y cerró la puerta con un golpe del pie, sin dejar de devorar su boca con gula.

Puerta con puertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora