Capítulo 9

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Nadie impediría que fuese al gimnasio.

Elena agudizó el oído y ante la falta de sonidos abrió la puerta con precaución. Asomó la cabeza despacio y al ver el rellano desierto salió de su piso con sigilo y cerró la puerta tratando de no emitir ningún ruido. Acto seguido, cruzó de puntillas hasta el ascensor y pulsó el botón de llamada.

La puerta de Diego se abrió de forma tan repentina, como si la hubiese estado espiando por la mirilla para sorprenderla, que no tuvo tiempo de reaccionar y esconderse.

—Buenas tardes, vecinita —saludó él con retintín.

Ella respondió dándole la espalda y clavando el dedo en el interruptor, como si de aquella forma pudiese hacer que el ascensor llegase más rápido.

Luego lo pensó mejor. Meterse en un ascensor con aquel hombre, a solas, sería una parodia del infierno. Justo cuando acababa de decidir bajar andando el maldito chisme decidió aparecer. Aun así, ella hizo ademán de dirigirse a las escaleras.

—Cobarde.

Aquel susurro ronco puso fin a su plan de huida.

Se giró con los ojos entornados y se encontró con que las puertas automáticas se habían abierto y él la invitaba a entrar con un cortés gesto de la mano.

¡Menudo payaso!

Aceptando el reto, alzó el mentón y entró en el ascensor. Cuando las puertas se cerraron tras él supo que había cometido un error. El olor de Diego la envolvió. Su cuerpo, a escasos centímetros del suyo, desprendía un calor que la hizo estremecer. Para poner un poco de distancia entre ellos colocó frente a ella la pequeña bolsa de deporte que llevaba y bajó la mirada. No quería que él se diese cuenta de cómo le afectaba su cercanía y rezó para que el ascensor descendiera con prontitud.

—Por mucho que me ignores, no voy a desaparecer.

—Pues me harías un gran favor si lo hicieras —masculló ella sin mirarle.

—¿Sabe tu marido que le has puesto los cuernos?

Aquella pregunta directa hizo que Diego obtuviese lo que quería: su total atención. Elena levantó la mirada y se encontró con los ojos de él clavados en ella, en una mirada que expresaba disgusto y algo más que no supo identificar.

—La cuestión es: ¿he sido el único o ha habido más hombres? —continuó indagando, al tiempo que daba un paso amenazante hacia ella.

Elena abrió la boca para decirle algo así como «yo me acuesto con quien me dé la gana y tú no tienes nada que decir al respecto», pero el ascensor emitió un tintineo y se detuvo de forma sorpresiva en el cuarto piso. Los dos se giraron al mismo tiempo para ver quién era el causante de la interrupción del trayecto y, en cuanto la puerta automática se abrió, se encontraron con el rostro sonriente de la señora Paquita.

—¡Buenos días, chicos! ¿Me hacéis un hueco?

Y antes de que pudiesen responder la buena mujer se metió en el ascensor con su carro de la compra por delante, empujándolos hacia el fondo del estrecho cubículo, de forma que sus cuerpos quedaron todavía más juntos. Al hacerlo, una de las ruedas pisó un pie de Diego y Elena tuvo la satisfacción de ver cómo emitía un gruñido de dolor. Sin poder evitarlo sonrió con regocijo, lo que le valió una mirada ceñuda de él.

La señora Paquita, ajena a todo, los miró con una sonrisa mientras el ascensor volvía a cerrar sus puertas y emprendía el descenso.

En cuestión de un segundo el aire se espesó en sus pulmones. Elena podía sentir el aliento de Diego sobre su mejilla y su cuerpo tenso contra el suyo, con la pequeña bolsa de deporte apretujada entre los dos. La mirada de él recorrió su rostro centímetro a centímetro hasta detenerse en su boca. Como atraído por un imán y debido a su cercanía, pudo observar cómo sus pupilas se dilataban ligeramente.

Puerta con puertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora