XXXIV

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El tiempo se vuelve insignificante a medida que se pierde en los movimientos familiares y repetitivos de cortar, agacharse, esquivar, parar y cortar de nuevo hasta que sus músculos arden y el sudor gotea por su rostro. En la distancia, es consciente de que una flecha le perfora la pierna. La saca y la tira, y luego le corta la cabeza al idiota que se atrevió a dispararle.

Llegan otros soldados más, más grandes, con mejor armamento. Hong salta y embiste con la cimitarra, hambrienta de sangre, la espada curva traquetea sin cesar. Algunos soldados se estremecen por reconocer que es un dispositivo espiritual, otros se empecinan a matar más al chico para adquirir esa espada. Ninguno sobrevive.

Hong jadea, cansado. Esta batalla se ha extendido todo el maldito día. Saca su cimitarra del cráneo de uno de sus enemigos cuando escucha los gritos de victoria y el estruendo de poder. A lo lejos ve un destello inmaculado, la figura alta y suprema de un dios.

Se queda sin aliento, se distrae y es perfecto para que un soldado experimentado avance con su chui, balanceando las dos mazas de hierro, impactando una en el costado de Hong.

El adolescente apenas tiene tiempo de cubrir sus costillas con energía espiritual. El impacto ya lo hubiera matado, afortunadamente solo logró romperle dos costillas. El hombre no se detiene, intenta golpear de nuevo, Hong con un chasquido permite que la cimitarra se vaya de su mano y le corte las jodidas extremidades. El grito de dolor del hombre es molesto, Hong toma ahora las mazas y con un movimiento rápido aplasta la cabeza del hombre.

Otro soldado, un niño primerizo, sostiene su espada temblando. El niño pertenece a sus filas, pero carece de conocimiento sobre cómo empuñar una espada. Hong lo mira por un momento y frunce el ceño, molesto.

—¿Qué?

—Tu ojo...

Mierda. Por costumbre, trata de reacomodar los vendajes. Su mano no encuentra nada. Debe haberlos perdido en algún momento y ni siquiera se dio cuenta hasta ahora.

—¡Cuidado!

Es instinto en este punto, agacharse y abalanzarse sobre el atacante. Desafortunadamente había dos de ellos y Hong mientras le arrancaba la garganta a uno, el otro disfrutó de masacrar al niño soldado de hace un momento.

Hong lo asesina sin esfuerzo y se limpia la sangre de su cara, sabiendo que tiene la ceja partida ahora.

No duele.

No piensa en ello.

Está más que acostumbrado a las lesiones: gran parte de su vida no fue más que una enorme herida abierta que aún lo persigue en sueños. Esto no es nada; un mero inconveniente del que se ocupará más tarde.

Escucha un grito agónico, cuando se gira ve a otro soldado de su grupo de infantería corriendo, tira su espada y abraza el cuerpo desmembrado del niño. Toma un segundo para comprender las similitudes faciales de ambos, ah... son hermanos.

—¡Eres un tonto! ¡Te dije que te fueras! ¡Tú debías vivir! ¡POR QUÉ NUNCA LE HACES CASO A TU GEGE!

Hong escucha los gritos, el llanto agónico y un latido de dolor atraviesa su pecho.

Recordando...

—Hey...— intenta decir pero algo lo alerta, mira al cielo y una lluvia de flechas se avecina. No piensa, toma su cimitarra, se pone frente a estos dos niños y las bloquea. Algunas de ellas rozan sus brazos, muslos, y rostro, nada grave.

Escucha un retumbar de la tierra, gira el rostro y ve una figura elevarse. Su Alteza Real, desde la distancia, golpea con su palma el suelo, agrietando la tierra. El inmenso poder se desprende, el impacto rompe la formación de arqueros.

Siblings AUDonde viven las historias. Descúbrelo ahora