CAPÍTULO 1

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Londres

Cuando el avión aterriza en Heathrow, no sé si entrar en la cabina del piloto y hacerle una ola o ponerme de rodillas y cantar a pleno pulmón el Aleluya de Händel. Menudo viajecito, por Dios; llevo tantas horas aquí metida que creo que corro el riesgo de quedar fosilizada en el asiento, de por vida. Primero fue el anuncio, por megafonía, de que el avión saldría con retraso; después, una hora más tarde y ya subidos a éste, un problema técnico sin mucha importancia, según ellos, que nos retuvo allí otra hora más; pero no termina ahí la cosa, no. Por si eso no fuera suficiente para tenernos a todos pendientes y nerviosos y, cuando ya llevamos medio viaje hecho, nos comunican que, debido a una gran tormenta, que nos pone el alma en vilo, debemos desviarnos. Si a todo eso le sumamos que el señor que va sentado a mi lado no ha dejado de roncar en las casi diez horas que dura esto, es para pegarse un tiro de mierda y morirse de asco, vamos. Con las piernas temblorosas y agarrotadas, igual que el resto del cuerpo, piso tierra firme y le doy gracias a Dios por ello. Vaya manera de comenzar mi aventura en solitario, lejos de casa; menos mal que no suelo dejarme llevar por la negatividad que si no, a estas alturas estaría tirándome de los pelos y lamentando mi mala suerte.

Camino junto al resto de pasajeros, que no están en mejores condiciones que yo, por el pasillo, largo y en penumbra, que nos lleva directamente a una sala de embarque, donde espero encontrarme con Luis, pero está completamente vacía y empiezo a ponerme un pelín nerviosa. Salgo de allí preguntándome qué hacer y entonces veo a un chico, más solo que la una, caminando de un lado a otro con impaciencia. «Ese debe ser él», pienso suspirando aliviada. Me paro y observo su ir y venir, el pobre hombre parece que está a punto de desfallecer y siento lástima. Sólo por estar aquí a estas horas de la madrugada, merece una compensación. Es joven, alto y de complexión fuerte; pelo oscuro y moreno de piel; va vestido con unos vaqueros negros y una camisa, arremangada hasta los codos, blanca. Es atractivo. Demasiado atractivo para una mujer como yo que, acaba de hacer voto de castidad, por voluntad propia, hasta nueva orden. Nuestras miradas se encuentran y, alzando la cabeza y las manos al techo, sonríe acercándose a mí.

—¿Rebeca Hamilton?

Dios, tiene unos ojos oscuros y rasgados preciosos. De cerca es todavía mucho más guapo. «¿Qué clase de broma es esta, hermanito?», me preguntó devolviéndole la sonrisa.

—Sí, y tú debes de ser Luis, supongo.

—Supones bien—responde estrechando mi mano—, bienvenida. Un viaje complicado, ¿eh?

—Bueno—me encojo de hombros—, podía haber sido peor, la verdad.

—¿Has leído el email que te envié? —Pregunta guiándome a recoger mi equipaje.

—No, lo siento, aún no he encendido el móvil. ¿Es importante?

—Lo es dada la hora y que no tardará en amanecer. Ha habido un pequeño cambio con el discurso de inauguración de la convención, lo han adelantado un par de horas. Lo que significa que apenas tendrás tiempo para descansar. Espero que al menos hayas dormido algo durante el viaje.

—Pues no, y mira que lo he intentado, pero el compañero de viaje que me tocó roncaba como un oso y me resultó imposible. ¿Cuál es el plan?

—Recoger tu equipaje, ir al hotel, confirmar la reserva, e intentar mantenernos despiertos hasta la hora del discurso. Mientras tú te instalas y te pones cómoda, yo puedo ir a recoger las tarjetas de identificación, ¿te parece?

Evidentemente tengo que responder que sí, aunque, en realidad, se me ocurren unas cuantas maneras de mantenernos despiertos, ambos, y ninguna de ellas incluye tarjetas de identificación y tampoco ropa. «Voto de castidad, Rebeca, voto de castidad», me recuerdo.

Aposté por míDonde viven las historias. Descúbrelo ahora