Capítulo 34

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Para cuando bajo a desayunar, lo hago mentalizada de que sólo queda una semana para terminar con las incertidumbres y comeduras de cabeza; no es por nada, pero mi cuerpo y, sobre todo, mi mente, me piden algo de tranquilidad. Yo nunca fui así, nunca pensé en las cosas más de lo necesario; dándole a cada una la importancia justa porque creía que era de las que pensaba que no merecía la pena devanarse los sesos por nada, que lo que tuviera que ser, sería; por eso no me reconozco, porque me he vuelto un poco agonías con todo este tema de la apuesta de Theodore y Arthur. En un principio pensé que me involucraba en ella porque soy impulsiva y alocada, aparte de que me gustan los desafíos y, dejar en evidencia a un puñado de mequetrefes aburridos me motivaba, la verdad; en cambio, ahora, ya no sé qué pensar, puede que en aquel entonces mi corazón ya sabía lo que quería y simplemente me empujó a dárselo. No me arrepiento de nada de lo que he hecho, y sigo convencida de llevarlo hasta el final e ir a por todas, caiga quien caiga y aunque eso signifique admitir que se han reído de mí; así que, cuando entro en el salón donde ya todos están disfrutando de su desayuno, vuelvo a ser la Rebeca de siempre; esa que se lo pasa todo, o, casi todo, por el forro; la que ve el vaso medio lleno y nunca vacío; la que se ríe hasta de su sombra; la que si le dan una de cal y otra de arena, se hace un monumento con todo y luego lo tira a la basura; la que es muy posible que te haga probar tu propia medicina si la buscas. Esa soy yo, o al menos mi intención es volver a serlo.

—Buenos días—saludo sonriente.

Me acerco al enorme aparador que hay en la parte izquierda de la estancia y enseguida aparece Curtis para servirme lo que elija de todas las delicias allí expuestas. Le doy las gracias al mayordomo y, seguida por él, me siento a la mesa en la única silla libre que, mira tú por dónde, es la que está al lado de Adrien, la oveja descarriada.

—¿Qué tal has dormido, querida?

—Muy bien, Victoria, como un bebé.

—¿Un bebé que se pasa media noche gimoteando?

La pregunta de Adrien hace que todos alcen las miradas de sus platos y se concentren en mí.

—¿Cómo dices? —me hago la tonta.

—Digo que ayer, al pasar junto a la puerta de tu habitación, me pareció escucharte gimotear, ¿tuviste una pesadilla? —a Theodore se le escapa la risa y eso me molesta.

—Pues ahora que lo dices, creo que sí—digo tras pensarlo unos segundos—. Recuerdo a un fantasma... Supongo que la antigüedad de la casa hizo mella en mi subconsciente—me encojo de hombros y doy un sorbo a mi café.

—Me lo imaginaba...—dice mirándome con picardía—. Estuve a punto de llamar a la puerta para ver si te encontrabas bien, pero tras tu último quejido todo se quedó en silencio y seguí mi camino.

—Gracias por tu preocupación, eres muy considerado.

—Sí, no como ese fantasma tuyo que ayer te hizo sufrir, ¿verdad?

—Cierto.

De repente, todos empiezan a hablar de leyendas de fantasmas que supuestamente aún rondan esta zona de Dover y, suspiro aliviada al dejar de ser el centro de atención.

—Tu fantasma parece enfadado—me susurra Adrien al oído.

Inconscientemente, alzo la mirada y me encuentro con la de Theodore, que me observa con frialdad.

—Creo que es un fantasma bipolar—le susurro yo también—. Tan pronto se está riendo como enfadado, qué le vamos a hacer—suelta una carcajada, sorprendiéndome.

—Me gustas, Rebeca Hamilton—manifiesta alzando su zumo a modo de brindis.

—¿Sabes? A pesar de que eres un poco cabrón, tú también me gustas—confieso uniendo mi zumo al de él.

Aposté por míDonde viven las historias. Descúbrelo ahora