Capítulo 39

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Y pude, eso sí, con mucho esfuerzo y la amenaza de darme de bofetadas si no me tranquilizaba; Mila puede ser muy convincente si se lo propone, doy fe de ello; menos mal que la tengo a ella y en un momento, cual sargento, se encargó de movilizar al personal. Cuando digo personal, evidentemente me refiero a su madre y a la amiga de su prima que, en lo que canta un pollo, quiero decir gallo, se plantaron en mi casa dispuestas a transformarme en el señor Bennet por última vez.

Y aquí estamos, yo observando mi imagen en el espejo, y repitiendo para mis adentros lo que parece haberse convertido en un mantra: «tú puedes, Rebeca. Tú puedes, Rebeca. Tú puedes...»; y ellas, un poco nerviosas y preocupadas por mi estado contemplativo ante mi imagen, aunque por dentro estoy muerta de miedo por lo que pueda pasar.

—Son casi las once.

Mila se sitúa a mi lado, me quita una pelusa inexistente de la manga de la levita y busca mi mirada en el espejo.

—¿Estás preparada? —asiento—. Sé que en las últimas horas te lo he preguntado cómo un millón de veces, pero... ¿Estás segura de querer seguir adelante con esto?

—Si ahora me echara atrás seguiría siendo esta Rebeca que desconozco y que no me gusta nada. Quiero volver a ser yo, aunque eso signifique derramar más lágrimas, al fin y al cabo, dicen que el tiempo todo lo cura, ¿no?

—Das por sentado que no va a salir bien.

—No doy por sentado nada; no obstante, la posibilidad de que salga mal está ahí, como un letrero de neón parpadeante.

Todas giramos la cabeza al escuchar los golpes secos en la puerta.

—Ha llegado el momento, Luis está aquí.

Mientras Mila abre la puerta, cierro los ojos y respiro hondo varias veces; nunca había sentido los latidos de mi corazón en los oídos y ahora resuenan justo ahí, como si fueran tambores anunciando un mal presagio o el camino hacia la horca.

—Señora... Señoritas... Primo Bennet—saluda Luis entrando en mi campo visual—. Es la hora—asiento.

Cojo de encima de la mesa los guantes, me los pongo con parsimonia, y Mila me extiende el sombrero, que me encasqueto en la cabeza sin mirar, como si fuera algo que hiciera a diario.

—Llámame cuando regreses, sea la hora que sea, estaré esperando, ¿vale? —me pide Mila abrazándome.

—Vale.

—¿Nos vamos?

—Gracias por ayudarme chicas—digo antes de seguir a Luis hacia la puerta—, no lo hubiera conseguido si no fuera por vosotras.

—No hay de qué—la madre de Mila me toma la mano y la aprieta con suavidad, un gesto cariñoso que agradezco—, para eso estamos; y no te preocupes, corazón, seguro que todo sale bien.

El trayecto hasta el Libertine lo hago en silencio y retorciéndome los dedos de las manos. Luis ni siquiera hace el intento de entablar una conversación, creo que sabe que, en estos momentos, no podría articular palabra, aunque quisiera, que no quiero. Los nervios me atenazan el cuerpo, al aire le cuesta trabajo llegar a mis pulmones y tengo el estómago tan encogido, que siento náuseas; necesito tranquilizarme...

A través de la luna delantera del coche, diviso la casa victoriana que todo el mundo conoce como el club de caballeros más distinguido de la isla y un sudor frío recorre mi espalda. Después de casi cuatro días, estoy a punto de verlo de nuevo... ¿Cómo estará? Si lo ha pasado la mitad de mal que yo, seguro que hecho una mierda; eso suponiendo que sus sentimientos sean reales, que puede que no los sean y esté la mar de contento. Este último pensamiento me cabrea y me yergo en el asiento, firme como el mástil de un barco.

Aposté por míDonde viven las historias. Descúbrelo ahora